Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

septiembre 18, 2006

Post 15

Conforme fueron llegando a la plaza, los requisaron, como si fueran delincuentes. Había una sola entrada. La policía, armada, acordonó la plaza. En Tlatelolco, en la historia, en América, esa siempre es la antesala de la matanza.

Cuando empezaron a llegar los ministros y la gente de gobierno, la gente se abalanzó, a insultarlos. “Vende patria” entre los gritos más frecuentes. Entonces para garantizarles que entraran tranquilos, sin ser atacados por las botellas y los paraguas que fueron requisados y suponiendo que superaran el acordonamiento, la policía forzó el ingreso de los caballos. No se sabe cuántos fueron golpeados. Sí se sabe que había mujeres y niños. Alguien después dijo que lo de los caballos se solucionaba con bolinchas y todos se van al suelo.
No hubo gas, pero si hubiera habido, alguien hubiera dicho que eso se arregla con limón o con vinagre en un pañuelo.

Al día siguiente, los periódicos no dijeron nada. La televisión tampoco. Hablaron solamente de estudiantes revoltosos y gritones y de un presidente diciendo ante una masa cautiva y atemorizada, acordonada y majada por caballos, que ese país estaba cautivo por su propio temor al cambio.

Eso no pasó en los setentas. Ni en la plaza del zócalo controlada por López Obrador. Ni en las manifestaciones chilenas del 11 de setiembre. Pasó, un día de la independencia, en el país gobernado por segunda ocasión por un Nobel de la Paz que se precia que llevamos 120 años de ininterrumpida democracia…



Seguí­s leyendo?

septiembre 14, 2006

Independentistas copionetas

Si hay algo que le deberíamos copiar al modelo chileno no es la policía represora ni el milagro económico conseguido a precio de dictadura de 17 años. Es la forma de celebrar la independencia. Esta isla tuvo la oportunidad de pasar un dieciocho (de setiembre) en tierras araucanas y la verdad que quedé de boca abierta y asombrada ante el nacionalismo, la alegría y la forma de celebrar la cosa.

Se empieza a planear desde mucho tiempo antes, porque lo acostumbrado es hacer un asado de verdad, y no, como bien dice el Antídoto, perpetrar actos de carnicería contra el cuerpo de una pobre e inocente vaca y al resultado piltrafa decirle bisté. O sea, es carne de la de a de veras, de esa que a cojos de espítiru como yo nos hizo caer en actos corruptos contra el vegetarianismo. Y me supo a gloria (aunque pasé devolviéndola luego toda la noche, precio ínfimo a pagar después de 5 años de no hincarle el diente a un bisté). El asado se hace con los amigos más cercanos, la familia, la pega (el brete), o con quien sea, pero en grupo. Hay vino, ensalada de papa, choripan, que es algo como un hot dog, pero más rico, y mucha música.

En la mayoría de los comercios, la gente anda vestida con el traje típico, en los parqueos se encuentra uno juegos tradicionales. Llega uno a parquear el carro y tiene la oportunidad de ganarse un premio si logra tirar una moneda a cierta distancia, como los huasos de antaño.

La gente en la calle le dice a los demás que feliz dieciocho, las noticias hablan del tema, la gente anda alegre y parrandera y hacen un equivalente a fiestas de Zapote en un lugar grandote que se llama el Campo Marte, con chinchorros, restaurantes de carpa, venta de empanadas, de vino, de bebidas, bailes folclóricos (la cueca), y entrándole a la cantada. El día dieciocho propiamente hay desfile del ejército en el mismo lugar y como bien decía un amigo de la izquierda, “A todos se nos sale lo milico y hasta orgulloso se siente uno”. En uno de esos fue que la actual presidenta salió encaramada en un tanque, de fuerte casco y todo. Hay hasta aguinaldo dieciochero para los pensionados: diez mil pesos chilenos. Y para gastarlo, ofertas cuasi navideñas pero de independencia.

Ante aquel alboroto, yo caí casi en cruz del asombro. Entraba en todas las tiendas a curiosear y salía cargada de empanadas, banderitas, sombreros o cualquier otra carajadita alusiva. Después del tercer saludo, hice gala de mi capacidad de acentos y a todos con desempacho los felicitaba de vuelta por las fiestas patrias, y preguntaba que a dónde iban a celebrarlo, informando con detalle de mis planes.

En mi dieciocho fui a dos celebraciones: Una en la Asociación de familiares Detenidos Desaparecidos, con Gabi y la turba. Fue increíblemente divertido, con todos cantando, y bailando y haciendo molote. Me comí como sepetecientas empanadas de pino. Es gente a la que le desparecieron hijos, hermanos, esposos… y aun así encuentran dentro de ellos la alegría para seguir viviendo y no ser amargados. Son, para mí, ejemplos. Vino mucha gente del partido comunista, entre ellos un abogado que casi me caigo de espaldas cuando me lo presentaron: Se llama Santiago Salvador. Al final de la fiesta, se gritan vivas a Allende y a Chile, porque, como bien dice el Tugo, no olvidamos.

La segunda fue con el capitán y su turba. El capitán, tiene el rango de verdad de la Fuerza Aerea Chilena, y además de un cuerpo especial que se llaman los Boinas Negras. El resto de los amigos habían sido marinos o infantes de marina. Milicos, al fin de cuentas. No puedo decir que no me divirtiera, pero en cierta forma tétrica y macabra, por varias razones que de seguido les comparto:

Primero porque no podría dejar de pensar que era una infiltrada en el otro lado, y ellos, entre risas y pullas me lo hacían saber a cada rato. “Comunacha”, me decían, forma despectiva de decirme comunista- inmerecido halago, por demás; que a la vez sirve para decirte que sos buena para otras actividades horizontales pero no se considera vulgar la frase, a menos que algún chileno me corrija. Viene de “como un hacha, buena para las cachas” que en Costa Rica vendía a ser algo así como “le cuadra la vara”.

Segundo porque ya curados (borrachos) querían poner los bandos militares de Pinochet, del 11 de setiembre y ahí sí bajé la mano y dejé de lado el disfraz de turista simpática y modosa y escucharon de mi boca los elementos más floridos y clásicos del pachuquismo costarricense, acordando que, si bien no entendían exactamente la amplitud de mis insultos, uno de ellos sonaba a sapo culiao y probablemente era mejor desechar la idea poner los famosos bandos.

Tercero porque el vecino de al lado sí era de los nuestros. Al escuchar la música milica de nuestro asado, puso canciones de Violeta Parra y de Víctor Jara a toda garganta. Los milicos le subían el volumen. El vecino le subía más. Los milicos lo insultaban entre dientes. El vecino los mandaba a la punta del cerro de forma menos elegante y a viva voz. Fue tanto el pique, que en algún momento el vecino se encaramó en su escalera, y asomándose por encima de la tapia nos dijo “Disculpe vecino, oiga, es que tengo una pregunta: cómo era que se llamaba ese cantante de la nueva canción chilena que ustedes los milicos le destrozaron las manos y lo torturaron hasta matarlo en el Estadio Chile?”. Hubo un silencio asesino en la mesa. Yo, sin darme cuenta a tiempo, y pensando en que debía ser ejemplo de la cortesía centroamericana, alegremente le respondí de inmediato “Víctor Jara! Se llama Víctor Jara! A mí también me encanta”. Y el vecino, feliz y con sonrisa mordaz de haber encontrado aliada, me saludó desde la tapia con el puño levantado al aire.

Cuarto porque los escuché contar historias que ellos celebraban a carcajadas pero que a mí me erizaban el pelo. Como cuando en plena dictadura fueron a un concierto, se sentaron en primera fila, y cuando Ubiergo empezó a cantar se levantaron disparando al cielo y ordenándole que no cantara mierdas comunistas, que cantara cosas nacionales. O de cuando destrozaron en una academia un pez espada, regalo de Fidel Castro, ante la orden de un capitán y cuando ya sobrios, observaron el destrozo, trataron de surtirlo por un pez recién muerto que apestó el lugar entero, pero los felicitaron, por los actos a favor de la patria. O de cuando estuvieron 8 meses en una isla del estrecho de Magallanes, solos, esperando a los argentinos para iniciar una guerra fantasma, y terminaron casi convertidos en baguales: animales salvajes.

Pero en todo caso, habiéndolo visto de ambos lados, con todo y sus bemoles, me quedo con la forma en que celebran los chilenos su independencia. Deja a nuestro himno de las 6 de la tarde y nuestros desfiles de bastoneras en cuestionadas minifaldas muy por debajo y a uno como hambriento de una cosa así que lo haga sentirse como más nacionalista sin estar re lucas y como más unido. Digo, a uno como que le hace falta esa sensacioncilla.

Por eso, este fin de semana, la suscrita, en compañía de los compadres (el Antídoto y Tugo), vamos de colados a la celebración de la independencia chilena que organiza la comunidad aquí. Ya los tengo advertidos que me vestiré con mi camiseta de la bandera chilena, que ellos envidian; que nos matriculé a los tres en el concurso de canto para echarnos algo bien revolucionario; que lleven pañuelo porque planeo bailar cueca y aprender cómo hacerlo en el proceso; que me alejen del vino porque amenazo con pasármela cantando tangos y que sobre todo, ya estoy ensayando mi super acento para mimetizarme a gusto el sábado, a la chilena: Cachai la wuevá?

Seguí­s leyendo?

septiembre 11, 2006

La marcha

Al amanecer de ese 11 de setiembre, yo estaba en Santiago. Abrí los ojos, hacía frío, estaba en un cuarto ajeno de un hostal pequeño, con un calentador a gas. Me costaba creerlo.

Gabi me llamó desde temprano “A las 10 mijita, en 18 y Alameda. Te da tiempo apenas para un té y una tostada”. Yo me vestí despacio, pensando en qué me traería el día. Recordé las bromas con las que traté de apaciguar mis nervios “Voy a ponerme una patito de cartulina que diga Me llamo Sole, si me encuentra, por favor deposíteme en la embajada de Costa Rica.” Una cosa era una manifestación siendo estudiante de la Universidad de Costa Rica y otra muy distinta, una manifestación política.

Cuando salimos a la calle Rosas, el sol calentaba tibiamente la ciudad. No había mucho tránsito y yo, en mi imaginación, percibía un silencio fúnebre. Caminaba hacia el centro de Santiago, un once de setiembre, como tantas veces lo había soñado. Era irreal aquello. Pero estaba pasando.

Tratamos varias veces de tomar un taxi. “Nadie nos va a llevar- me dijo el capitán- es por tu polera”. Desde mi camiseta negra, la figura de Allende se asomaba, tranquila, sin desafíos “Cambiate la polera, si no, tendremos que ir caminando”. No me dio la gana. “¿Es por eso? Entonces caminamos”.

Cuando llegamos a la esquina, el capitán se fue, confundiéndose entre la gente, preocupado que alguno, por su pinta, lo reconociera como un milico. Me dio una tarjeta telefónica y me dijo que lo llamara de emergencia. “No se te ocurra insultar a un paquito- me recomendó- y si ves a enmascarados al lado tuyo, quítate de ahí de inmediato. Todos los años esto termina en violencia. Por eso dicen los milicos que los comunistas están bien muertos pero mal enterrados

Poco a poco empezó a llegar cada vez más gente. De pelo largo, jeans, camperas y camisetas. Llevaban enormes pancartas con consignas. Gaby también llegó, un poco tarde, como siempre. Estaba emocionada de ver tanta gente. Trataba de ver a saltitos hacia atrás, y me pedía que me aprovechara de mi altura para ver cuántos éramos. “Somos más de 10 cuadras- le dije- Nunca Chile se vio tan lindo”.

Me llevó con ella al inicio de la manifestación, donde marcha la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Me colgó del pecho una foto del Alvarito, su marido, desaparecido un 15 de agosto y que se presume que murió, torturado, en el infame Londres 38. Me presentó a todas las madres y las abuelas, que como ella y como yo, llevaban una foto a blanco y negro de un joven congelado en los setentas. Muchas de ellas con pancartas con la imagen de sus hijos y la pregunta siempre presente, jamás contestada de dónde están.

Una, en particular, me llamó la atención, por lo familiar que me resultaba. Le comenté Gabi y nos acercamos un poco más. Era la imagen que yo había usado para una obra de teatro, un monólogo que había presentado yo hace unos años. Sin esperar que le terminara el cuento, Gabi le repitió todo a la señora, que resultó ser la madre de ese desaparecido. Me abrazó con emoción y me decía, muchas veces “gracias, gracias, gracias”.

La marcha la encabezaban los equipos de sonido, con las canciones de la Unidad Popular. Todos cantábamos emocionados y caminábamos hacia el cementerio de Santiago con la cordillera nevada de fondo. Gabi me llevaba de un lado a otro diciéndole a todos que yo venía desde Costa Rica, específicamente a la marcha. Varios periodistas quisieron entrevistarme, pero yo me negaba. Tenía muy presente la advertencia de mis jefes “Cuidado salís en tele y te ven los clientes chilenos, porque te matan. Si te agarran presa nos llamás inmediatamente!” Ya era bastante difícil, con mi tamaño y en tercera fila, no destacar entre las señoras bajitas que me llevaban del brazo. No quería exponerme más de la cuenta. Pero me dio vergüenza eso, de que protegiera más mi trabajo que a un sueño.

Cuando llegamos a la esquina de Morandé con Alameda, para doblar y pasar al lado de La Moneda, el ambiente se hizo más tenso y los pasos más lentos. La música cambió y a una sola voz todos todos cantábamos Venceremos. No era un llanto fúnebre. Se cantaba con fuerza y con rabia para hacerles saber que sí, que aunque hubiéramos perdido no perdíamos la esperanza.




En Morandé 80, la puerta por la que salía Allende, la puerta por la que sacaron su cuerpo asesinado, nos detuvimos. Había a dos hombres mayores, fornidos y firmes guardando la puerta. Ellos habían sido miembros de la GAP, la guardia personal del presidente. De anteojos oscuros y muy serios, no podían evitar que les rodaran las lágrimas por las mejillas. A sus pies se iban amontonando los claves rojos que ofrecíamos los manifestantes. Un papá con su hijo de cuatro años subido en sus hombros. Un mimo y su grupo de teatro. Estudiantes universitarios. Una pareja de viejitos. Revoltosos enmascarados. Madres, sobrevivientes, curiosos, partidarios. Y ellos, firmes, sin decir una palabra, sin cantar.

Por los altavoces sonó una vez más la voz de Allende diciéndole a su pueblo que había sido traicionado pero que daría la vida en la lucha. Escuché de su voz la promesa, aquella de que algún día se abrirían las anchas alamedas por las que camine el nuevo hombre del socialismo chileno. Al fondo, se escuchaban los aviones.

Llegué a pensar que, tal vez, eso del socialismo me estaba afectando la cabeza. Yo creí ver La Moneda en blanco y negro, con columnas de huno y los bombardeos y no aquel edificio blanco, con la bandera chilena ondeando en un cielo celeste de primavera. Creí verlo a él recorriendo los pasillos, con su casco, su ametralladora y su gente y no a los burócratas que se asomaban por las ventanas.

Al llegar a las antiguas oficinas del periódico El Mercuro, alguien dio la instrucción de la que solo había leído en libros y relatos “El que no brinca es sapo” A saltos, 10 cuadras de gente pasó frente al antiguo Mercurio y para que no creyeran que éramos desmemoriados, también coreamos “El Mercurio miente”.

Al llegar al cementerio, descansamos en una lápida, como todos los que iban llegando. Poco después, alguna gente se incorporó y empezaron a alejarse. Al pasar al lado nuestro, nos dijeron “Vienen los pacos”. A mí me entró el pánico. Gaby reaccionó acostumbrada al asunto y con la mayor de las tranquilidades. “Sécate la cara del sudor que si no con el gas te va a picar” y empezamos a caminar.

En una de las calles del cementerio nos topamos a los anti motines. Eran 300, armados con palos y escudos. Frente a nosotros, una pared de humo que avanzaba. Yo me paralicé. Gabi me tomó de la mano “Vamos a atravesar el gas. Cúbrete la nariz la boca, no me sueltes. Hay que ir en dirección contraria a los pacos”. En eso, manifestantes enmascarados reventaron cocteles molotov. Gabi me llevó corriendo y atravesamos el humo. Yo, por momentos, sentí que me arrepentía de estar en ese lugar, en ese momento.

El cementerio de Santiago es enorme, una ciudad pequeña de tumbas y mausoleos, con calles y avenidas. Corrimos por todas partes, buscando una salida que no estuviera copada por los Pacos. Casi llegando a una, Gabi se detuvo. “Mira- me dijo- Ahí está enterrado el Víctor”. En un nicho, a media altura, con letras sencillas se lee Víctor Jara. Me acerqué sin saber exactamente qué hacer o qué decir. “Vine- le dije desde el pensamiento- Vine porque hace mucho tiempo ya que escuché tus canciones. Por eso vine”.

Caminamos casi dos horas hasta llegar al mercado. Era tarde ya y estábamos cansadas. Comí un revoltijo de mariscos extraños mezclado en una sopa gris y fría que me supo a diablos. Antes de irnos, Gabi me llevó al centro de las 4 marisquerías, en el centro del mercado. Me presentó al dueño, a don Augusto, un señor bajito de boina negra y chaleco. Le repitió la historia, que yo venía de muy lejos, que venía a lo de la marcha, que casi nos agarran los pacos, que nos tocó gas y que no nos quedamos al acto. Que más tarde íbamos a Villa Grimaldi.

Don Augusto me tomó de las dos manos y levantó la cara para verme a los ojos

“Gracias, compañera, por venir a solidarizarse”.

Los dos estábamos llorando.

Aquí se nos observa a Gabi y a la suscrita, al lado del Río Mapocho. Allende en el pecho y sobre el corazón de ambas, Alvarito.



Seguí­s leyendo?

septiembre 06, 2006

Dos gotas de agua

Antes, cuando Mimí vivía, los seis de septiembre siempre eran una fecha delicada. Su hijo menor había muerto, de un infarto, momentos antes de que el sol se hubiera puesto. Mimí publicaba esquelas en el periódico y a mí me inquietaba cómo saldría mi nombre, el de Ella, qué pensarían mis hermanos, mi padrastro. Si les dolería ese recodartorio de mi otra familia.

A las seis de la tarde, a misa. Nosotras dos llegábamos de primeras. Revisábamos flores, velitas, al coro y al padre. Nos sentábamos en la primera banca de la iglesia. Mimí de negro estricto, no me soltaba la mano ni un minuto y había momentos en que me la apretaba con fuerza, sobre todo si lloraba.

Se volteaba cada cierto tiempo a examinar si habían llegado los invitados, informándome de cada ingreso y haciendo mala cara con los que llegaban tarde. Al salir, Mimí no se secaba una sola lágrima. Era su forma de insistir en que no hay peor dolor para una madre que ver morir a su hijo. A pesar del tiempo, le seguían dando pésames. Cada año llegaba un alguien distinto: un alumno, un amigo, un compañero de la corte o de estudios a decirle, siempre, cosas lindas, cuánto lo extrañaban, cuánto lo habían querido, el impacto de su muerte injusta y tan temprana, la falta que hacía.

Yo era su presea. La evidencia de que algo de él quedaba todavía. Sin soltarme, Mimí me ofrecía a los ojos ajenos como la huérfana. “Son como dos gotas de agua” decía, ahogada, empujándome hacia adelante. Yo me estremecía de pensar que como él, moriría muy joven. Me angustiaba ese peso enorme de tener que emularlo; yo no era ni simpática, ni cariñosa ni inteligente, pero me esforzaba en ocultarlo. Estafaba a Mimí haciéndole creer que quería y soñaba con ser el reemplazo del ausente y me dolía por adelantado su decepción cuando descubriera todo. Me confundían las frases de lástima y de relleno de los demás, te hace falta, te acordás de él, vos lo querés, es cierto que sos idéntica, pobrecita, tu padrastro cómo te trata. Yo no contestaba nada y hacía cara de compungida. Mimí se se secaba los ojos con su pañuelo.

En medio del tumulto, atrás, en una esquina, yo había alcanzado a ver que Ella también había venido; sola. Tenía los ojos un poco hinchados y enrojecidos. Se mantenía aparte, lejos de nosotros. La estrella del duelo era Mimí. Lo de Ella era propio, suyo, privado.

Al llegar, a la casa, Mimí se cambiaba el vestido negro y se ponía delantal. Cuando estaban todos los invitados y aquello era un bullicio, ella salía de la cocina sonriendo y ofrecía todo lo que tenía de tomar, incluyendo el rompope con guaro de contrabando que ella misma destilaba con receta secreta, ilegal y en el patio. Anunciaba el menú generalizado: su inigualable arroz con pollo, papas fritas de bolsa, pejibayes con mayonesa, ciruelas con dulce de leche, queque seco batido a mano con pasas importadas. Café, té o tragos. Contaba chistes. Vacilaba a los presentes. Cantaba un tango. Relataba anécdotas del tiempo en que su hijo estaba vivo. Llenaba vasos, cambiaba platos, servía más porciones. Se olvidaba del dolor. Sonreía.

Mientras tanto, yo, en el segundo piso, esperaba el aviso para mi entrada triunfal por las escaleras. Todos los años, preparaba una obra de teatro, revista de variedades, coreografía infantil ejecutada en piyama de rayas, lectura, declamación, imitaciones o monólogo, que presentaba ante el público, reclutando a la fuerza a mis primos en mis empresas artísticas y demostrando que si tal vez no tenía futuro como abogado brillante que reformara la leyes y fuera buen hijo, podía ser que no me fuera tan mal en el teatro, escribiendo cuentitos, o en el mundo del espectáculo. De por sí también pude haber hereado lo charlatán, bailaor, bromista y dicharrachero. Cuando fuera el momento preciso, Mimí me anunciaría con la sobriedad de un director de orquesta, se bajarían las luces, sonaría la música y todos aplaudirían el entremés cómico y cultural de aquella fiesta de muertos de patada larga.



Nota de Sole: Estas son las dos gotas de agua cuando ambos tenían la misma edad. Todavía tenemos los mismos ojos y la misma altura.

Seguí­s leyendo?

septiembre 04, 2006

Maldiciones

Para cruzar de mi oficina al mall, hay que atravesar una calle sin señalización alguna, donde la decencia, el sentido común, la prudencia y el respeto por la vida, indica que el que viene manejando, frena para no levantarse al angurriento cristiano que se dirige al food court por su bastimento.

Pero, como la república independiente de Escazú lamenta que aun existan aspectos tan primitivos en sus tierras como peatones y buses de servicio público, todos los carros locales que circulan por la zona, reconocibles por su placa que inicia con número 6 (de lo reciente), MI (de lo extranjero) o sin ella (evidencia de lo reciente de la compra), hacen que cruzar la calle sea un atentado. Aquí se gana uno la vida todos los días, si logra cruzar íntegro.

Los hombres se detienen solo si el gajo que cruza es de buen ver, por culpa o porque algo recuerdan de la enseñanza de cómo se comporta un caballero. Pero cuando va una dama de asiliconadas proporciones al volante y lentes a lo Jackie O aun en días oscuros, es má spausible que se arreglen los huecos de las calles que la doña se rebaje a detenerse.

Por eso, cuando me veo a punto de ser embestida por semejantes sanguijuelas, que al ver desde la lejanía a peatones como yo, aceleran; igual me lanzo retadora por media calle y las miro fijamente mientras recito lo que he intitulado como mi maldición escazuceña, haciéndoles señas con la mano copiadas de mis lecturas de infancia de gitanos y hechicería:

“Que el carro no sea tuyo ni la plata para comprarlo. Que se descomponga el aire y se te derritan la nariz, la barbilla, los dientes y las tetas nuevas. Que se te olvide todo el inglés y te atragantés con esa papa que andás en la boca. Que cierren para siempre tu tienda favorita en Multiplaza. Que se te devuelva la grasa que se fue en la cirugía. Que tus amigas hablen pestes detrás tuyo. Que tengás una vida aburrida. Que se te dañe el manos libres, el celular, la conexión de cable, el CD y la secadora. Que uno de tus hijos te salga socialista. Y que ojalá tu marido te de vuelta” (Lo último porque llegué a la conclusión que el pobre marido algo mejor se merece).

Rechazo por si acaso las acusaciones infundadas de resentimiento social.

Seguí­s leyendo?

septiembre 01, 2006

Gotitas de Saber: Joaquín Tinoco

Mimí era mi referencia histórica obligada. A pesar de haber nacido en Nicaragua y haber llegado a Costa Rica a sus dieciséis años (“1932, en la tercera administración de don Ricardo”), a punta de chisme y periódico se había ido enterando de todo lo ocurrido incluso antes de que ella naciera. En ese entonces, San José era (y sigue siendo en muchas cosas) una aldea, y aunque hubieran pasado muchos años, aun se rumoraban y se contaban cosas.

Esta, por ejemplo, que vine a recordar a raíz de la labor investigativa del Diario Extra el madrugador, me la contaba Mimí cuando me aclaraba las referencias históricas de mi adorado Marcos Ramírez, sobre todo de ese período tan oscuro y tan doloroso que relataba Calufa al referirse a los dos años de la dictadura de los Tinoco. Fue cuando les tiraban billetes por las ventanas, cuando hubo hambre, desocupación y represión, cuando él, por ganarse unos pesos, fue a boxear donde los Boy Scouts con un amigo y los hicieron leña, cuando animado por la arena de una maestra (Carmen Lyra) en el parque de La Merced, se unió a la manifestación que culminó en la quema de La Información.

Mimí decía que Pelico (Federico, el presidente), era cocoliso total sin un solo pelo en todo el cuerpo, de ahí la ironía maldosa y choteadora de su apodo. Cualquier foto que intente acreditar lo contrario evidencia la mala calidad de las pelucas de la época. Cuando yo preguntaba que ella como sabía eso, me daba extrañas referencias a historias que habían pasado de boca en boca posiblemente originadas por alguna antigua novia, puta o una amante abandonada. Pelico murió exiliado y forrado en plata en Francia. No tuvo hijos.

De Joaquín, decía, en cambio, que era un galán; un hombre, además de guapo, simpático. No decía si era o no efusivo o si alguien se sentía ofendido por sus efusividades. Revisando material histórico, llama la atención que el General Tinoco, Ministro de Guerra de su hermano, traidor y golpista (diría Hugo Chavez) del presidente constitucional, Alfredo González Flores, en efecto era de carne débil y deseo eterno, picaflor consagrado, porque simple y llanamente se le calificaba de mujeriego.

Nota de Sole: No encontré otra foto, pero yo al menos no le noto ni el encanto ni lo efusivo.

Y si ya hay libros de historia que dicen eso, era porque don Joaquín o era muy bocón y exagerado con respecto a sus conquistas, al mejor estilo tico; o en efecto arrasó con medio San José de la época, una especie de Trujillo agallopintao. Ya lo decía Kissinger, el poder es el mejor afrodisíaco, así que cualquier mujer que quisiera coger por status se hubiera dado por el pecho por echarse al hombre fuerte del régimen o por miedo no se hubiera negado. No había ley contra el acoso sexual en ese entonces. Cualquiera que haya ostentado un poquito de poder o babeado por algún poderoso puede confirmarlo. Maripepa, por ejemplo.

Pero volviendo al punto, la cosa es que don Joaquín fue asesinado en Barrio Amón, una cuadra al sur de su casa (que era esta), en la esquina de la “frente al Bar Limón” decía Mimí y eso precipitó la caída del régimen, que ya estaba muy debilitado.


Nota de Sole: Observadores y amantes de casas viejas, notarán que esta todavía existe.

Investigando, hay registros que indican que esa noche lo llamaron para que se presentara en algún lado. Galán y coqueto como era, se alistó, presumo yo que perfume, peinada y enjuagada por arriba y por abajo antes de salir y por si acaso. Una cuadra al sur de su casa, frente al Bar Limón, una voz en la oscuridad lo llamó: “Mi general”.

Un disparo le entró en el ojo derecho. Al general no le dio tiempo siquiera de desenfundar. Sus guardaespaldas salieron corriendo y pararon en seco al escuchar dos tiros más. Cuando consideraron que era seguro, regresaron a ver en qué había terminado aquello. Encontraron al general muerto, y a su lado, a su hijo de siete años, que había seguido a su padre y presenció el asesinato. Todo esto sin denuncia, procedimiento administrativo, intervención del directorio de la Asamblea, juicio de la prensa, presunción de inocencia, pactos de silencio ni ninguna de esas pendejadas.

Siempre se creyó que fue un asesinato político. Motivos sobraban. Mimí opinaba, y es probable que no le faltara razón, que más bien lo mató un esposo celoso, enterado de que el general había reclutado a su esposa en la amplia lista de su harem personal y josefino, al que le vino al pelo (mismo que le faltaba a Pelico) el despelote nacional para que nadie buscara a un cornuto como responsable del homicidio. Nunca se encontró al asesino.

Yo lamento que en el colegio nos enseñen de las barbaridades de esa dictadura y casi no se hable de la actitud valiente de los maestros. Esos fueron los que se manifestaron y quemaron la información porque el régimen les iba a imponer una contribución forzosa para mantenerse en el gobierno. Como se negaron, los despidieron a todos. Ahí estaban Carmen Lyra y Luis González, entre otros. No nos cuentan de Rogelio Fernández Güell, periodista opositor, asesinado en Buenos Aires de Osa; de Marcelino García Flamenco, Julio Acosta o Roberto Brenes Mesén, ni del nefasto papel de Minor Keith, el de la Yunai, en el lobby hecho ante los Estados Unidos para que reconocieran el régimen como válido. Se omite, como siempre, cualquier prueba de que alguna vez fuimos algo más que siervos menguados. Como si ellos hubieran sido personajes de película, que aparecieron por generación espontánea y se fueron sin dejar rastros, hijos, negocios, o formas de ser. Como si de eso no quedaran ni huellas, ni ejemplos, ni consecuencias.

Desconozco si hay relación entre aquel Joaquín y el Tinoco que protagoniza nuestro actual circo, ese que destronó a Luis Fernando Burgos, al ridículo de los cien días y a los 4 goles que le metieron a Saprissa, pero me queda la duda si algún día descubrirán que no es solo la altura, los ojos o el pelo lo que viene en los genes. Entonces podremos saber si algún sentido tenía aquel dicho de que lo que se hereda no se hurta.


Seguí­s leyendo?