Vos te despertabas a cualquier hora de la noche, con ese respirar agitado, con los ojos hundidos, las ojeras marcadas, el hueco en la garganta del esfuerzo de tratar de succionar un poco de aire y ese maullido a veces estridente de tus bronquios colapsados por el asma. Y si podías hablar se oía tu vocecita de niño enfermo a través del corredor
“Mami, tengo el gato”. Y ella se levantaba como autómata y se sentaba a la par tuya y te daba golpecitos rítmicos en la espalda, de abajo hacia arriba, con la mano ahuecada a ver si acaso te liberaban la presión en el pecho. Y del botiquín o de la mesa de noche, la bomba, el salbutamol, el ventolín y después ese efecto secundario de siempre, la taquicardia. Y vos a veces llorabas. A veces estabas tan agotado del esfuerzo de cada respiración que no podías decir nada. A veces eran horas y en lugar de mejorar, el gato, tu silbidito del pecho, se convertía en una crisis completa que amenazaba con asfixia. Te ponías pálido.
Y entonces corra al Hospital de Niños, a la hora que fuera, con vos alzado, envuelto en alo caliente para nebulizarte. Y esperar en una banca de madera que hubiera alguna nebulizadora libre y pedirte que por favor no te quitaras la máscara. Y vos, agotado de la falta de sueño y del esfuerzo no hacías ni siquiera el intento de nada y a veces te quedabas dormido sentadito en la silla en la que te nebulizaban.
Varias veces te dejaron internado, por días completos porque la crisis no amainaba. Ella iba a trabajar 4 horas y volvía para sentarse a la par tuya hasta que te dieran la salida. No sé si te acordás el día que murió otro de los chiquitos del salón, asfixiado por el asma. Vos viste lo que pasó y preguntaste si te podía pasar lo mismo y del susto, te volvió la crisis.
Sí, del susto. Porque lo tuyo no era físico. Te vieron todos los médicos que podían pagar un salario de empleado de gobierno. Y cuando eso falló, con vos probaron de todo, hasta brujerías y sin contar el jarabe de zorrillo. Pero no era cosa de clima, ni de fríos, polvos, alfombras o alergias. Lo tuyo diría algún psiquiatra que era psicosomático.
Porque cuando empezaban los gritos entre ella y tu papá, que es mi padrastro, aunque vos seas mi hermano, yo me encerraba y me negaba a ser testigo. Vos, en cambio – y lo sé porque me consta- te quedabas paradito en una puerta, medio escondido en la sombra y veías todo aquello. Y cuando empezaban las amenazas o ella lloraba fuerte, yo llamaba a Mimí. Vos, en cambio, empezabas con asma: te ahogabas.
Así fue para cada Navidad, para cada cumpleaños, para tu propia primera comunión: en la foto, vestidito de traje entero con una corbata que te quedaba grande, la velita encendida lo que ilumina es tu carita del color de la cera y las ojeras moradas.
A veces yo iba con vos al Hospital porque no había con quien dejarte. Me quedaba por horas afuera de emergencias porque no me dejaban pasar. Y me sentí muchas veces culpable por estar sana. Por tener a Mimí, por poder irme a otra casa cuando la tuya y la mía se incendiaba.
Y cuando finalmente te daban la salida, usualmente a media mañana, en la esquina del Hospital vendían juguetitos de batería, carritos sin marca, muñecos de inflar, copias plásticas de super héroes, baratijas de negocios de la calle.
Y si te compraban uno, a pesar de las noches sin dormir, del efecto de las medicinas, de la manita maltratada por la vía del suero, del dolor de las inyecciones, vos lograbas sonreír. Y pasabas el día dormido abrazado a la baratija que te iba a entretener todas esas tardes encerrado en la casa, sentado en la cama, viendo a los otros jugar desde la ventana porque a vos había que evitarte el riesgo de recaer.
Ahora yo voy al Hospital a cosas de mi trabajo. Y cada vez que salgo, paso por la misma esquina de los juguetes baratos. Ahora vos sos el papá del machillo que es verte a vos a esos mismos años. Y yo, yo siento una necesidad enorme de comprarle cualquier juguete porque en mi memoria estoy convencida que son casi mágicos.
El machillo en cuestión, que es un clon de su papá, que es, a su vez, mi hermano.
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