Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

abril 29, 2008

El libro de la vida

Cuando David Salomon se bajó del barco, no quiso irse con los demás para San José. No tenía ni primos ni amigos que lo estuvieran esperando. En el campo de personas desplazadas, los médicos le habían dicho que tenía que olvidarse de todo, empezar de nuevo. Por eso no quiso ir a Palestina. Por eso había atravesado el mar. Por eso se iría aun más lejos.

En Guanacaste, David se forjó a golpes y se hizo finquero. De la Europa que dejó en ruinas, solo quedaba el incendio azul de sus ojos. El sombrero le tapaba el pelo rubio primero y después la calva. El sol y los años lo curtieron y dejó de ser blanco.

No se perdía serenata, pleito o turno. Tocaba la guitarra y cantaba boleros. Sabía montar y usar la cruceta. El Macho era dicharrachero, vacilón, valiente, leal, bailador y apuntado. Se enamoró de una morena maciza y se casó con ella. Nunca más volvió a usar su idioma materno, ni siquiera para el recuerdo. Se le escurría, muy de vez en cuando, una r arrastrada y extranjera, una gramática invertida, un género equivocado.

Eso sí, quitado para la Iglesia y para la gente vina. “Macho y vos qué?De Europa. A Limón fue que llegué”. De ahí en adelante, solo Guanacaste.

David sabe que no es eterno, pero ya de viejo, espera con calma. Le perdió el miedo a la muerte desde el 10 de agosto de 1944, cuando en el andén 17 de la estación de Grunewald, en Berlín, lo deportaron en un vagón de ganado a Auschwitz. Ahí vio la muerte todos los días.

La vio, por ejemplo, cuando murió de hambre, de tristeza, de dolor, de cansancio- da lo mismo - el hombre con que compartía la tabla de dormir en la barraca. Lo reportaría después, para comerse su sopa.

Leyeron su nombre en la lista de ese día: “Abraham Erich Münzer”. Supo entonces Dios había decidido acabar con su sufrimiento. De Dios y de los nazis no había escapatoria. Moriría y su cuerpo sería cenizas.

Herr Kapo, Erich Münzer ist tot” dijo, señalando el cadáver macilento de su compañero.

Sobrevivió. Supo que tenía que irse muy lejos, donde nadie supiera su secreto: En su desesperación, Erich Münzer, había cometido el pecado egoísta de robar el nombre de un hombre muerto: David Salomon.

Cuando Dios lo encontrara, lo reclamaría. No más el Macho, don David, el polaco. Sería Erich de nuevo y así se cumpliría, 60 años después, lo que Dios había escrito en el libro de la vida.

Nota de Sole: Esta historia es verídica, salvo los nombres. Me la contó el sobrino de Erich/David, que fue el único que supo el secreto.

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abril 28, 2008

Let's take a walk on the cat side

Llevaba como unos 25 años de no ir a fiestas infantiles. Hice maromas para sustituir clases, cancelar compromisos, evitar enredos y me preparé tanto, que se me olvidó comprar el regalo. Bucear una tienda abierta en Escazú a las 10 de la mañana, me permitió llegar fashionably late.

Este lugar no tenía piscinita de espuma vieja y amarillenta, pero tenía inflables aptos para adultos. No hay un carrusel de caballitos, pero hay una pared miniatura para escaladores. Le hacen a uno de todo, desde la comida hasta la limpieza de desastres provocados por mucha azúcar y mucho brinco y el revolvimiento que va a parar en el suelo.

Después de atracarme unas 10 bolsas de palomitas, estaba ya harta de las canciones de prncess de Disney y de las mamás top end que asisten a estas fiestas con todo y empleada. Así que sin decirle nada a nadie, me fui a cuadrar en la sillita enana frente a la pinta caritas. Y quedé así:



Y así me fui para la UCR al festival Latinoamericano de Software Libre. Así me presentaron a compañeros y amigos del antídoto, así me presenté con un abogado de la Contraloría y discutimos animadamente de contratación pública. Así me senté a escuchar una charla y así saludé a los gritos a una antigua compañera de trabajo que me dijo “me costó un poco reconocerte, me entendés?”

Así me arrodillé ante un chiquito de cinco años, demasiado sorprendido, que me preguntó que si yo era un gato. Le dije que sí, pero que no le contara a nadie. Prometió guardarme el secreto. Así manejé por todo San Pedro, fui a comer al food court de Plaza del Sol y me pasié por el Automercado. de vez en cuando maullaba, eso sí, suavecito.

Ningún adulto se atrevió a decirme nada. Era evidente que llamaba la atención, ya no por alta sino por ese algo raro que me veían en la cara. Volvían a verme dos veces, así, como quien no quiere la cosa. Los niños estaban maravillados de ver un gato tan grande caminando como si nada y le jalaban las faldas a la mamá "vea mami, vea", señalándome al descaro y ellas los regañaban con ese “malacrianzalasuya! faltaderespetodejedeseñalaralagente”

Vi gente que reaccionaba con rabia al verme. Tuve unas pocas reacciones de burla. La mayoría, con un disgusto mal disimulado, mezclado con asombro y en algunos casos, hasta tristeza. Me imaginaba lo que pensaban: tan grandota y en esas, qué ridícula, qué inmadura, quién se cree o qué otra cosa. En los ojos de algunos hasta me pareció ver rencores, envidias, amargazones y penas ajenas. Nadie se reía de buena gana.

Es triste eso, pensar que hemos perdido la capacidad de reírnos, de hacer cosas vacilonas, de permitirnos el ridículo. De imaginarnos, de ilusionarnos. Si fuera más culta, diría que lo mío fue un performance de intervención social y explicaría todo con palabras complicadas como “construcción social”, “el aquí y el ahora” y Lacan y secuaces. Pero no. Fue solo una ocurrencia, no un estudio antropológico.

La única excepción fue una señora en la Casa de las Revistas. Se vino corriendo a la par mía y me tocó suavecito el brazo y me dijo “Dejame verte…me encanta tu maquillaje, te ves lindísima” y, por fin, alguien, esta señora, con su bolsa de compra y Vanidades en la mano, sonreía.

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