Alejandro
Señorita? Disculpe que la moleste... No, no nos conocemos, de verdad. Si me permite un momento, quisiera hablarle, claro, si no fuera mucha molestia. Gracias, no, no se asuste. No es nada serio, es más bien curiosidad. Perdone mi atrevimiento. Aquel de allá es su esposo, ¿verdad? ¡Ah!, su novio. ...Bueno, es que yo estaba sentada aquí a dos mesas y yo sé que no me importa, pero al verlos me di cuenta de lo que pasaba. Yo a él lo conozco, pero no se preocupe, no soy ninguna aventura ni ninguna infidelidad. ¿Me permite sentarme? Gracias, es una historia un poco larga de contar. ¿él tardará mucho? ¡qué pena! ¿se fue? Bueno, no importa. Le decía que yo a él lo conozco desde hace mucho. Se llama Alejandro, ¿verdad? Hernández. Sí, ¿vé cómo si me acuerdo? Es increíble, aunque haya pasado tanto tiempo. ¿Cómo era el segundo apellido? Arce, claro Arce. Mi memoria es buena, pero no tanto.
Yo conocí a Alejandro el primer día de primer grado, en una de esas escuelas privadas para chiquillos ricos o para hijos de pobres esforzados. El y yo éramos de los del segundo grupo. Yo estaba aterrada. Tenía apenas cinco años, imagínese. Mi mamá no me pudo ir a dejar, ella trabajaba. Las mamás de los otros chiquitos no. Eran “mamás de la casa”. Era la primera vez que viajaba sola en un bus escolar, que me llevaban con un rebaño de niños a un aula inmensa, me ponían a rezar a decir buenos días, y tenía un bulto enorme y cuadernos nuevos.
El primer día nos repartieron los campos de todo el año. Aunque no me lo crea, siempre he sido igual de alta, y me sentaron atrás, en la última fila. Y ahí estaba Alejandro, en el pupitre de al lado. Me parece estarlo viendo, un niño gordito, blanco, de cachetes rosados y pelo rubio de colochos. Y la sonrisa traviesa y los ojitos vivos. Era una versión blanca del Oso Yogui. Y eso bastó para que me cayera bien enseguida. Y ahora que lo vi de nuevo ... No ha cambiado mucho, ¿sabe? Lo reconocería en cualquier parte.
Yo era muy tímida. Así que jamás me imaginé lo que me esperaba. Alejandro le hablaba hasta a una escoba. Hablaba a todas horas, desde las siete y cuarto de la mañana hasta que sonaba él último timbre de la tarde. Hablaba con todos los que se le cruzaran y si nadie le ponía atención, hablaba solo. Hablaba mientras había dictados, revisión de tareas, en el tiempo libre o en educación física No paraba nunca. ¿Sigue siendo así? Siempre me lo he preguntado. Era de esperarse. Me alegra, de veras me alegra mucho...
Yo estaba muda, por dos razones, verá. Una por asombro. Nunca había visto alguien que hablara tanto. La segunda, porque Alejandro no me dejaba decir una sola palabra. El manejaba toda la conversación interesante que dos niños de siete años pudieran tener en un día común y corriente de escuela.
No, las maestras nunca lo tomaron bien ¿él no le ha contado? Hoy, cuando pienso en eso, me parecen crueles, inhumanas. Es que a Alejandro lo castigaban. Pero lo castigaban en serio. Durante los primeros meses, se contentaban con llamarle la atención y callarlo. Era poco efectivo. Conforme avanzaron los años, los castigos se refinaron. En esas escuelas privadas, a pesar de las mensualidades exageradas, los baños eran iguales o peores a los de cualquier mercado. Así que al pobre Alejandro, de castigo, muchas veces lo mandaron a sentarse a la par del baño. Otras, muy seguidas, le tapaban la boca con masking tape grueso. Y tenía que quedarse así incluso durante el recreo. Muy a menudo le pedían el cuaderno de recados. A él le daba miedo. Me volvía a ver con los ojitos un poco turbios y se lo llevaba a la maestra. Ya él y yo sabíamos lo que le pasaría cuando llegara a la casa. Al día siguiente por unas horas, pasaba un poco más triste, callado, sabe... se le veía, igual que como se le ve ahora. Claro, le habrían pegado.
Otra de las tácticas de las teachers, tal vez la peor de todas, era usar a sus propios compañeros. Convertirnos en traidores, hacernos egoístas, soplones. La presión inició conmigo. Me llamaron a una reunión de maestras y me dijeron que era mi obligación velar porque Alejandro estuviera callado, o si no, me castigarían a mí de paso. No funcionó. Aunque intenté enojarme con él, no me duró ni quince minutos, y al rato salimos los dos castigados. En el segundo intento, la maestra escribió en mi reporte de notas que yo era una excelente alumna, lástima que hablaba tanto... y por supuesto, en mi casa se armó un alboroto y me pegaron. Sí, por Alejandro. El último intento, un total fracaso, fue cuando me trataron de convencer de acusarlo cada vez que hablara o incurriera en otra falta. Como espía no valgo un peso. Al momento ya le estaba contando a Alejandro el plan de las maestras y nos reíamos como locos. Todo esto que le cuento fue en segundo grado.
Y, es que, ¿sabe? Fue mucho tiempo. El y yo nos sentamos uno al lado del otro por seis años. Toda la escuela. Viajaba en mi mismo bus. Pasábamos mucho tiempo juntos, y además, la similitud en los apellidos, los nombres, los gustos, los barrios. Yo me fui enamorando, como se enamora una niña de un príncipe imaginado. Estoy segura que a usted también le debe haber pasado. Alejandro era tan dulce, tan bueno, tan divertido, tan noble, me hacía reír tanto, que yo con mis silencios era la pareja perfecta de aquel loro desbocado. Las vacaciones se me hacían eternas, dibujaba, a escondidas, corazoncitos con nuestros nombres entrecruzados ¡qué pena! En el recreo, lo perseguía por todas partes para darle un pellizco como muestra de mi dedicación y amor eterno. Pero en público lo negaba a muerte. A muerte. Jamás hubiera reconocido que cada febrero rezaba y le hacía promesas a Dios para que este año, de nuevo, nos sentáramos juntos en la última fila, para seguir riéndonos, inventando travesuras, prestarnos las tareas, contarnos cuentos.
Alejandro fue, en la noche larga de mi infancia, una estrellita de colores que me regalaba chistes y anécdotas e historias y conversaciones. Me regalaba vida. A mí, a la chiquitina rara a la que nadie, ni en su casa, le dirigían la palabra. Alejandro me hacía creer, en aquel entonces, que era posible que algún día alguien me quisiera. Que no importaba que no tuviera papá, que me encerrara en los libros, que no supiera subirme a un árbol o patear una bola, que me cayera jugando rayuela o no supiera hacer la maroma de los jackses. El siempre me hablaba a mí, me tenía en cuenta a mí, a la desadaptada. Y yo lo adoraba por eso.
Todo esto fue hace mucho tiempo, yo sé, pero fue un sentimiento muy fuerte... y ahora, verlo... Bueno, perdone que me haya tomado tanto de su tiempo y que le cuente estas cosas. Ya casi termino. Verá, un día, como en cuarto o quinto grado, recibí un papelito anónimo en la gaveta de mi pupitre. Estaban muy de moda en aquellos días tener novio, pero de mentira, de esos que sólo se cogen de la mano y ya. Los atrevidos, intercambiaban besos. Todas las propuestas eran iguales: con letra muy mala, porque éramos pésimos en caligrafía, decían ¿quiere ser mi novia? Y abajo dos cuadritos, uno que decía sí, y otro que decía no. Una marcaba la respuesta. Casi todas las de la clase, habían recibido papelitos. Algunos niños, seguros de sus encantos, distribuían papelitos por todo lado, como si les hiciera gracia. A otros les costaba animarse. Otras nunca aceptaban. Yo no había recibido ninguno, y tampoco me extrañaba. Lo extraño era que Alejandro nunca había mandado ni uno. No sé por qué. Porque él, a todas les gustaba. Sí, en serio, a todas. Puede que él lo niegue, pero todas estaban enamoradas de él. Era muy popular, seguro por lo simpático.
Bueno, la cosa es que, para no cansarla con el cuento, apareció un papelito en mi gaveta, Al principio me emocioné, pero luego lo supe: era una broma de las niñas más pesadas. A veces ocurría. Sí, los niños pueden ser muy crueles. Me la llevé a mi casa. Cuando la abrí, casi me caigo del susto. La letra era de Alejandro, y era la misma proposición que había visto tantas veces en manos ajenas. Quería que fuera su novia. Imagínese, yo no sabía que hacer, no sabía quien contarle, no tenía a quién. Estaba paralizada del miedo, de la emoción, de todo. No ... No hice nada. Al día siguiente, en el bus, no le comenté nada. Tampoco en clase y el no preguntó. Los días pasaron y el asunto se fue olvidando. Crecimos los dos, y aunque seguimos juntos en el colegio, ya no fue lo mismo y cada quien siguió por caminos separados. Lo perdí de vista en la Universidad, aunque siempre me he preguntado como sería, como estaría, que habría estudiado. Y da la casualidad que me lo vengo a encontrar aquí, con usted, y al verlo, se me vinieron encima esta avalancha de recuerdos.
Por eso, ahora que los vi peleando, tan fuerte, tan feo, es que me atreví a hablarle, y de nuevo le digo, perdone mi atrevimiento, no estoy acostumbrada a hacer esto. No sé como pedirle que no le grite así, que no le reclame así, que no lo trate así, que no lo malquiera así. No tengo derecho, yo sé, pero... estoy segura que Alejandro es un hombre bueno. Y tal vez hasta la quiere. Yo sé porqué se lo digo, le conozco los ojos, la mirada, los gestos. Es idéntico.
Usted no tiene porqué decirme nada. Le voy a pedir un favor No tiene porqué hacerlo. Pero es que ese papel que le conté, todavía lo tengo. Está amarillo de viejo, pero aun se lee clarito y están las dos opciones, las dos respuestas, esperando solamente la equis de un lapicero. Pero si usted no lo quiere, y ahora terminaron yo...déme el número de teléfono de Alejandro, por favor. Tal vez todavía esté a tiempo.
Yo conocí a Alejandro el primer día de primer grado, en una de esas escuelas privadas para chiquillos ricos o para hijos de pobres esforzados. El y yo éramos de los del segundo grupo. Yo estaba aterrada. Tenía apenas cinco años, imagínese. Mi mamá no me pudo ir a dejar, ella trabajaba. Las mamás de los otros chiquitos no. Eran “mamás de la casa”. Era la primera vez que viajaba sola en un bus escolar, que me llevaban con un rebaño de niños a un aula inmensa, me ponían a rezar a decir buenos días, y tenía un bulto enorme y cuadernos nuevos.
El primer día nos repartieron los campos de todo el año. Aunque no me lo crea, siempre he sido igual de alta, y me sentaron atrás, en la última fila. Y ahí estaba Alejandro, en el pupitre de al lado. Me parece estarlo viendo, un niño gordito, blanco, de cachetes rosados y pelo rubio de colochos. Y la sonrisa traviesa y los ojitos vivos. Era una versión blanca del Oso Yogui. Y eso bastó para que me cayera bien enseguida. Y ahora que lo vi de nuevo ... No ha cambiado mucho, ¿sabe? Lo reconocería en cualquier parte.
Yo era muy tímida. Así que jamás me imaginé lo que me esperaba. Alejandro le hablaba hasta a una escoba. Hablaba a todas horas, desde las siete y cuarto de la mañana hasta que sonaba él último timbre de la tarde. Hablaba con todos los que se le cruzaran y si nadie le ponía atención, hablaba solo. Hablaba mientras había dictados, revisión de tareas, en el tiempo libre o en educación física No paraba nunca. ¿Sigue siendo así? Siempre me lo he preguntado. Era de esperarse. Me alegra, de veras me alegra mucho...
Yo estaba muda, por dos razones, verá. Una por asombro. Nunca había visto alguien que hablara tanto. La segunda, porque Alejandro no me dejaba decir una sola palabra. El manejaba toda la conversación interesante que dos niños de siete años pudieran tener en un día común y corriente de escuela.
No, las maestras nunca lo tomaron bien ¿él no le ha contado? Hoy, cuando pienso en eso, me parecen crueles, inhumanas. Es que a Alejandro lo castigaban. Pero lo castigaban en serio. Durante los primeros meses, se contentaban con llamarle la atención y callarlo. Era poco efectivo. Conforme avanzaron los años, los castigos se refinaron. En esas escuelas privadas, a pesar de las mensualidades exageradas, los baños eran iguales o peores a los de cualquier mercado. Así que al pobre Alejandro, de castigo, muchas veces lo mandaron a sentarse a la par del baño. Otras, muy seguidas, le tapaban la boca con masking tape grueso. Y tenía que quedarse así incluso durante el recreo. Muy a menudo le pedían el cuaderno de recados. A él le daba miedo. Me volvía a ver con los ojitos un poco turbios y se lo llevaba a la maestra. Ya él y yo sabíamos lo que le pasaría cuando llegara a la casa. Al día siguiente por unas horas, pasaba un poco más triste, callado, sabe... se le veía, igual que como se le ve ahora. Claro, le habrían pegado.
Otra de las tácticas de las teachers, tal vez la peor de todas, era usar a sus propios compañeros. Convertirnos en traidores, hacernos egoístas, soplones. La presión inició conmigo. Me llamaron a una reunión de maestras y me dijeron que era mi obligación velar porque Alejandro estuviera callado, o si no, me castigarían a mí de paso. No funcionó. Aunque intenté enojarme con él, no me duró ni quince minutos, y al rato salimos los dos castigados. En el segundo intento, la maestra escribió en mi reporte de notas que yo era una excelente alumna, lástima que hablaba tanto... y por supuesto, en mi casa se armó un alboroto y me pegaron. Sí, por Alejandro. El último intento, un total fracaso, fue cuando me trataron de convencer de acusarlo cada vez que hablara o incurriera en otra falta. Como espía no valgo un peso. Al momento ya le estaba contando a Alejandro el plan de las maestras y nos reíamos como locos. Todo esto que le cuento fue en segundo grado.
Y, es que, ¿sabe? Fue mucho tiempo. El y yo nos sentamos uno al lado del otro por seis años. Toda la escuela. Viajaba en mi mismo bus. Pasábamos mucho tiempo juntos, y además, la similitud en los apellidos, los nombres, los gustos, los barrios. Yo me fui enamorando, como se enamora una niña de un príncipe imaginado. Estoy segura que a usted también le debe haber pasado. Alejandro era tan dulce, tan bueno, tan divertido, tan noble, me hacía reír tanto, que yo con mis silencios era la pareja perfecta de aquel loro desbocado. Las vacaciones se me hacían eternas, dibujaba, a escondidas, corazoncitos con nuestros nombres entrecruzados ¡qué pena! En el recreo, lo perseguía por todas partes para darle un pellizco como muestra de mi dedicación y amor eterno. Pero en público lo negaba a muerte. A muerte. Jamás hubiera reconocido que cada febrero rezaba y le hacía promesas a Dios para que este año, de nuevo, nos sentáramos juntos en la última fila, para seguir riéndonos, inventando travesuras, prestarnos las tareas, contarnos cuentos.
Alejandro fue, en la noche larga de mi infancia, una estrellita de colores que me regalaba chistes y anécdotas e historias y conversaciones. Me regalaba vida. A mí, a la chiquitina rara a la que nadie, ni en su casa, le dirigían la palabra. Alejandro me hacía creer, en aquel entonces, que era posible que algún día alguien me quisiera. Que no importaba que no tuviera papá, que me encerrara en los libros, que no supiera subirme a un árbol o patear una bola, que me cayera jugando rayuela o no supiera hacer la maroma de los jackses. El siempre me hablaba a mí, me tenía en cuenta a mí, a la desadaptada. Y yo lo adoraba por eso.
Todo esto fue hace mucho tiempo, yo sé, pero fue un sentimiento muy fuerte... y ahora, verlo... Bueno, perdone que me haya tomado tanto de su tiempo y que le cuente estas cosas. Ya casi termino. Verá, un día, como en cuarto o quinto grado, recibí un papelito anónimo en la gaveta de mi pupitre. Estaban muy de moda en aquellos días tener novio, pero de mentira, de esos que sólo se cogen de la mano y ya. Los atrevidos, intercambiaban besos. Todas las propuestas eran iguales: con letra muy mala, porque éramos pésimos en caligrafía, decían ¿quiere ser mi novia? Y abajo dos cuadritos, uno que decía sí, y otro que decía no. Una marcaba la respuesta. Casi todas las de la clase, habían recibido papelitos. Algunos niños, seguros de sus encantos, distribuían papelitos por todo lado, como si les hiciera gracia. A otros les costaba animarse. Otras nunca aceptaban. Yo no había recibido ninguno, y tampoco me extrañaba. Lo extraño era que Alejandro nunca había mandado ni uno. No sé por qué. Porque él, a todas les gustaba. Sí, en serio, a todas. Puede que él lo niegue, pero todas estaban enamoradas de él. Era muy popular, seguro por lo simpático.
Bueno, la cosa es que, para no cansarla con el cuento, apareció un papelito en mi gaveta, Al principio me emocioné, pero luego lo supe: era una broma de las niñas más pesadas. A veces ocurría. Sí, los niños pueden ser muy crueles. Me la llevé a mi casa. Cuando la abrí, casi me caigo del susto. La letra era de Alejandro, y era la misma proposición que había visto tantas veces en manos ajenas. Quería que fuera su novia. Imagínese, yo no sabía que hacer, no sabía quien contarle, no tenía a quién. Estaba paralizada del miedo, de la emoción, de todo. No ... No hice nada. Al día siguiente, en el bus, no le comenté nada. Tampoco en clase y el no preguntó. Los días pasaron y el asunto se fue olvidando. Crecimos los dos, y aunque seguimos juntos en el colegio, ya no fue lo mismo y cada quien siguió por caminos separados. Lo perdí de vista en la Universidad, aunque siempre me he preguntado como sería, como estaría, que habría estudiado. Y da la casualidad que me lo vengo a encontrar aquí, con usted, y al verlo, se me vinieron encima esta avalancha de recuerdos.
Por eso, ahora que los vi peleando, tan fuerte, tan feo, es que me atreví a hablarle, y de nuevo le digo, perdone mi atrevimiento, no estoy acostumbrada a hacer esto. No sé como pedirle que no le grite así, que no le reclame así, que no lo trate así, que no lo malquiera así. No tengo derecho, yo sé, pero... estoy segura que Alejandro es un hombre bueno. Y tal vez hasta la quiere. Yo sé porqué se lo digo, le conozco los ojos, la mirada, los gestos. Es idéntico.
Usted no tiene porqué decirme nada. Le voy a pedir un favor No tiene porqué hacerlo. Pero es que ese papel que le conté, todavía lo tengo. Está amarillo de viejo, pero aun se lee clarito y están las dos opciones, las dos respuestas, esperando solamente la equis de un lapicero. Pero si usted no lo quiere, y ahora terminaron yo...déme el número de teléfono de Alejandro, por favor. Tal vez todavía esté a tiempo.
11 Comments:
¡Qué dicha que ahora sí tenés a quien contarle estas cosas! Casi me sacaste las lágrimas con tu larga noche donde Alejandro fue la estrellita de colores. ¡Qué buenos recuerdos!
10:06 a. m.
Mujer que talento! Una historia que merece segunda parte, por fa...
12:14 p. m.
Sole:
Que íncreible... casi casi se me salen las lágrimas... demasiado bueno! Gracias
1:31 p. m.
Oh, lo que es ser una mosca en la pared...
creo que conozco a una chiquilla desadaptada como la tuya, o la conocí una vez por ahí...
1:43 p. m.
Las manos temblorosas, el corazoncito a mil, la atmósfera de mi habitación perfumada por el eco de tus personajes. En voz baja, aturdido de emoción, me digo: “qué buen cuento el de Sole... hoy se lució.”
4:08 p. m.
Parece un post cruzado ¿no Sole? Y sí, te luciste. Está junto a aquel cuento de Fidel en Guanacaste en mi lista de preferidos. Gracias... creo que necesitaba algo así para leer.
4:53 p. m.
Tugo: graziaz... de verdá.
Bandido: Vos crees que me dio el número? crees que lo llamé? qué crees que me dijo?
Otrova: Sí, ahora tengo a quién contarle. We've come a long way, baby...
Karen: Gracias a vos por leer.
Ilana: Hasta en eso estamos conectadas. Yo a la mía la veo a veces en el espejo escondida detrás de la mujer que ahora es.
Yuré: Me creaste una imagen. Y si algo quisiera yo de las tonteras que escribo es eso, crear imágenes para los demás.
Sirena: Vieras que no es cruzado. Lo acababa de postear cuando vi el tuyo y por eso te comenté, pero tenés razón, debe andar en el aire porque las dos andábamos por ahí.
7:07 p. m.
casi escribí yo lo del espejo, pero no lo puse, o sí lo puse pero lo quité...
10:07 p. m.
Uy, Sole, lucida es poco. ¡Qué cuentazo!
11:19 p. m.
Lo que te admiro es el talento...las obras maestras nacen de la propia vivencia...esto da para pelicula y todo....
3:09 p. m.
excelente! definitivamente merece una pelicula, minimo un corto bien bueno...
7:31 p. m.
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