Domingo de Gloria
El viernes santo achicharraba lentamente las hojas amarillas y sedientas de los potreros. El bis bis del vía crucis de las viejas beatas inundaba con fuerza de plaga las calles de Nandaime. En la iglesia, el cura se aturugaba de las donaciones al huerto, de las empanadas, los dulces, los panes, las comidas que las señoras de plata le preparaban para Semana Santa.
En las barriadas, los olvidados de Dios se perdían en la parálisis de la culpa. “No podés cocinar, hacer oficio, trabajar, beber guaro, cantar, alzar la voz, hacer ningún esfuerzo, porque es como si se lo hicieras al cuerpo maltratado de nuestro señor JesuCristo y es pecado mortal”.
Desnudos de su tequio diario, solo les quedaba rezar, revivir una y otra vez el espectáculo crudo de un hombre entregado por su pueblo, torturado y vejado y finalmente sacrificado como un animal y sufrir por el miedo de convertirse en pescado, por bañarse con los ojos cerrados, por escaparse a una poza, por lavar un plato.
Brígida creía con la fe inquebrantable de la ignorancia. Frente a las cenizas frías del fogón, repasaba las cuentas del rosario, balanceándose inestable en el banco viejo de tres patas en el ayuno impuesto por la pobreza pero que lo ofrecía a su señor. Afuera, Natalia, descalza y con su vestido de manta recitaba a gritos el último poema aprendido en la escuela.
“CALLATE NATALIA! No seas hereje. Dejá de ofender a Dios con ese griteriyo”
Y de nuevo el silencio achicharrado y la silueta de Natalia recortada en la puerta, con una piedra en la mano levantada, resistiéndose a la mordaza, diciendo muy claro y muy despacio, inmune a la inminencia del castigo
“Vieja hijueputa. Se va a ir al infierno por malparida. Yo si quiero canto si quiero recito, si quiero hago lo que me da la gana. A mí usté no me manda. La odio, mamá”
Brígida hacía a alcanzar el fuete, el que silbaba con cada golpe. Natalia se quedaba desafiante e insolente en su lugar, escudada en la amnistía de la creyencería de la Nicaragua de los mil novecientos veinte:
“Esperate. Vas a ver. El domingo voy a cantar Gloria en vos”
Eso me contaba Mimí cada semana santa. Yo siempre le preguntaba si le había dolido mucho cuando le pegaban el domingo de Gloria, que si tenía cicatrices, que si lloraba. Nunca me habló del dolor. Sonreía y me decía que lo importante es que, a veces las cosas dolorosas, bien valían la pena. Solo a veces.
En las barriadas, los olvidados de Dios se perdían en la parálisis de la culpa. “No podés cocinar, hacer oficio, trabajar, beber guaro, cantar, alzar la voz, hacer ningún esfuerzo, porque es como si se lo hicieras al cuerpo maltratado de nuestro señor JesuCristo y es pecado mortal”.
Desnudos de su tequio diario, solo les quedaba rezar, revivir una y otra vez el espectáculo crudo de un hombre entregado por su pueblo, torturado y vejado y finalmente sacrificado como un animal y sufrir por el miedo de convertirse en pescado, por bañarse con los ojos cerrados, por escaparse a una poza, por lavar un plato.
Brígida creía con la fe inquebrantable de la ignorancia. Frente a las cenizas frías del fogón, repasaba las cuentas del rosario, balanceándose inestable en el banco viejo de tres patas en el ayuno impuesto por la pobreza pero que lo ofrecía a su señor. Afuera, Natalia, descalza y con su vestido de manta recitaba a gritos el último poema aprendido en la escuela.
“CALLATE NATALIA! No seas hereje. Dejá de ofender a Dios con ese griteriyo”
Y de nuevo el silencio achicharrado y la silueta de Natalia recortada en la puerta, con una piedra en la mano levantada, resistiéndose a la mordaza, diciendo muy claro y muy despacio, inmune a la inminencia del castigo
“Vieja hijueputa. Se va a ir al infierno por malparida. Yo si quiero canto si quiero recito, si quiero hago lo que me da la gana. A mí usté no me manda. La odio, mamá”
Brígida hacía a alcanzar el fuete, el que silbaba con cada golpe. Natalia se quedaba desafiante e insolente en su lugar, escudada en la amnistía de la creyencería de la Nicaragua de los mil novecientos veinte:
“Esperate. Vas a ver. El domingo voy a cantar Gloria en vos”
Eso me contaba Mimí cada semana santa. Yo siempre le preguntaba si le había dolido mucho cuando le pegaban el domingo de Gloria, que si tenía cicatrices, que si lloraba. Nunca me habló del dolor. Sonreía y me decía que lo importante es que, a veces las cosas dolorosas, bien valían la pena. Solo a veces.
5 Comments:
Había olvidado el huerto. Y había olvidado, desde hace un año hasta la semana pasada, que esa semanita es una semanita de tedio.
8:53 a. m.
¡Carajo!Qué bien narrado, Sole, qué bien narrado. Creí que era el trozo de un cuento, no la memoria hecha cuento de una de tus memorias.
3:20 p. m.
Precioso!
7:31 p. m.
Creo que en vez de prohibir el guaro se debería prohibir la semana santa.
12:47 a. m.
qué maravilla Sole.
3:01 p. m.
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