La Mari
La Mari era una chiquilla, ponte tú, especial. Obvio que la gente no podía ver eso. Se fijaban en sus ojitos achinados, sus manitas regordetas y aquella lengua rosadita siempre asomando por una esquina de la boca. “Es mongolita” decían, con crueldad y asco mal disimulado. Y con eso se daban permiso de ignorarla y anularla de su vida.
La Mari era hija de la Panchi, prima de tu papá. Fue la única mujer entre un chorro de hermanos que la protegían y que le enseñaron, desde que era una cabra chica, a convivir con los demás. Por eso, aunque la Mari se sabía distinta, intentaba, de todas las formas posibles, disimular, de disminuir eso, lo que la hacía especial.
Ella, te digo, no sabía leer. No pudo aprender, por su situación, lógico. Pero cuando íbamos a comer, se sentaba muy seria a leer el menú y a estudiarlo con la mano en la barbilla, hasta encontrar el plato que siempre pedía. La Mari peleaba el derecho de leer el diario. Con su dedo gordito recorría las líneas fingiendo un interés académico, sorprendiéndose con un dibujo, levantando una ceja ante alguna noticia y riéndose en voz alta con los monitos.
Pero no te creas. No le tengas lástima. La Mari se sabía defender. Se subía y se baja de las micros, tomaba taxis y se daba cuenta perfectamente cuando la llevaban por un camino más largo y no escatimaba en reclamos el chofer.
Ella me hizo compañía cuando tu papá tuvo que exiliarse. El salió primero porque los milicos no lo dejaban en paz. No les bastó el Estadio. Eran los primeros meses de dictadura, cuando los milicos secuestraron al país y lo empezaron a torturar. No te tengo que decir cómo me sentí, sola, contigo a punto de nacer. No hace falta que te diga que sentí miedo, que jamás me imaginé – nadie imaginó, jamás- que el Chile que yo conocí iba a desaparecer, como tantos compañeros.
En esos días, el cielo estaba gris como si hubiera retenido todo el humo y el polvo de La Moneda bombardeada. Y a pesar de los milicos en las esquinas, y los retenes, y las patrullas y los toques de queda y aquella incertidumbre tan pesada, todos los días, temprano en la mañana, la Mari venía desde La Condes, abría la puerta del departamento y entraba sonriendo.
No dejaba de hablar desde que llegaba. Recogía una camisa, lavaba un plato, acomodaba un sillón, encendía una lámpara. Y se sentaba al lado mío y se me recostaba en la guata contigo adentro y te empezaba a cantar y a pasarte toda la copucha familiar y nacional, real o inventada, quién era quién, a dónde vivía, si eran simpáticos, enojones o curados. A inventarte cuentos de hadas, pingüinos y delfines. Al final, siempre te decía, en esa forma especial que tenía hasta para hablar “te quelo musho musho musho” y me llenaba de besos.
Cuando naciste, la Mari tuvo ojos solo para ti. Te cargaba a todas partes, te mudaba el pañal, te llevaba bajo el brazo mientras te contaba de nuevo todas sus historias. Tú la escuchabas contento. Con la Mari aprendiste a sonreír. A ella siempre le sonreías feliz. Le tirabas los bracitos. Le hacías tus ruiditos de guaguita recién nacida. La Mari te daba de comer, te sacaba a tomar el sol, te dormía con arrullos que solo ella entendía. Se te quedaba mirando, maravillada del milagro y a todos le decía, muy orgullosa, que Marcelo, Marcelito, era su guagua.
Al principio, talvez yo también fui algo cruel. Pensé que Mari, por ser… así, especial, como era, no podía con un bebé. Que te pincharía con el alfiler del pañal, que no te podría sostener en la bañera, que te dejaría caer, que en esos paseos largos por las calles te robaría algún milico, que no sabría que hacer cuando te pusieras a llorar.
Después de que llegamos aquí, mi mamá me contó en una carta de ese día, cuando la Mari llegó y no nos encontró. Dice que entró quejándose de que la madre no la había dejado venir a visitarnos el día anterior. Que de inmediato notó la diferencia, la ausencia.
Y que desde esa vez, ha vuelto, todos los días, como antes. Que se sienta en mi cama y acaricia la que fue tu cuna y abre las gavetas del armario, de los muebles, del velador y se encuentra que están vacías. Y recorre el departamento, paso a paso, sin cantar, sin sus parloteos. Dice mi mamá que cuando ve que no te encuentra, le pregunta una, con angustia: “Y Marcelo? Dónde está? Dónde está Marcelo? ” Y se va hasta el fondo de la cocina, se asoma por la ventana y pregunta, otra vez, en un susurro triste “Y Marcelo?”
La Mari era hija de la Panchi, prima de tu papá. Fue la única mujer entre un chorro de hermanos que la protegían y que le enseñaron, desde que era una cabra chica, a convivir con los demás. Por eso, aunque la Mari se sabía distinta, intentaba, de todas las formas posibles, disimular, de disminuir eso, lo que la hacía especial.
Ella, te digo, no sabía leer. No pudo aprender, por su situación, lógico. Pero cuando íbamos a comer, se sentaba muy seria a leer el menú y a estudiarlo con la mano en la barbilla, hasta encontrar el plato que siempre pedía. La Mari peleaba el derecho de leer el diario. Con su dedo gordito recorría las líneas fingiendo un interés académico, sorprendiéndose con un dibujo, levantando una ceja ante alguna noticia y riéndose en voz alta con los monitos.
Pero no te creas. No le tengas lástima. La Mari se sabía defender. Se subía y se baja de las micros, tomaba taxis y se daba cuenta perfectamente cuando la llevaban por un camino más largo y no escatimaba en reclamos el chofer.
Ella me hizo compañía cuando tu papá tuvo que exiliarse. El salió primero porque los milicos no lo dejaban en paz. No les bastó el Estadio. Eran los primeros meses de dictadura, cuando los milicos secuestraron al país y lo empezaron a torturar. No te tengo que decir cómo me sentí, sola, contigo a punto de nacer. No hace falta que te diga que sentí miedo, que jamás me imaginé – nadie imaginó, jamás- que el Chile que yo conocí iba a desaparecer, como tantos compañeros.
En esos días, el cielo estaba gris como si hubiera retenido todo el humo y el polvo de La Moneda bombardeada. Y a pesar de los milicos en las esquinas, y los retenes, y las patrullas y los toques de queda y aquella incertidumbre tan pesada, todos los días, temprano en la mañana, la Mari venía desde La Condes, abría la puerta del departamento y entraba sonriendo.
No dejaba de hablar desde que llegaba. Recogía una camisa, lavaba un plato, acomodaba un sillón, encendía una lámpara. Y se sentaba al lado mío y se me recostaba en la guata contigo adentro y te empezaba a cantar y a pasarte toda la copucha familiar y nacional, real o inventada, quién era quién, a dónde vivía, si eran simpáticos, enojones o curados. A inventarte cuentos de hadas, pingüinos y delfines. Al final, siempre te decía, en esa forma especial que tenía hasta para hablar “te quelo musho musho musho” y me llenaba de besos.
Cuando naciste, la Mari tuvo ojos solo para ti. Te cargaba a todas partes, te mudaba el pañal, te llevaba bajo el brazo mientras te contaba de nuevo todas sus historias. Tú la escuchabas contento. Con la Mari aprendiste a sonreír. A ella siempre le sonreías feliz. Le tirabas los bracitos. Le hacías tus ruiditos de guaguita recién nacida. La Mari te daba de comer, te sacaba a tomar el sol, te dormía con arrullos que solo ella entendía. Se te quedaba mirando, maravillada del milagro y a todos le decía, muy orgullosa, que Marcelo, Marcelito, era su guagua.
Al principio, talvez yo también fui algo cruel. Pensé que Mari, por ser… así, especial, como era, no podía con un bebé. Que te pincharía con el alfiler del pañal, que no te podría sostener en la bañera, que te dejaría caer, que en esos paseos largos por las calles te robaría algún milico, que no sabría que hacer cuando te pusieras a llorar.
Después de que llegamos aquí, mi mamá me contó en una carta de ese día, cuando la Mari llegó y no nos encontró. Dice que entró quejándose de que la madre no la había dejado venir a visitarnos el día anterior. Que de inmediato notó la diferencia, la ausencia.
Y que desde esa vez, ha vuelto, todos los días, como antes. Que se sienta en mi cama y acaricia la que fue tu cuna y abre las gavetas del armario, de los muebles, del velador y se encuentra que están vacías. Y recorre el departamento, paso a paso, sin cantar, sin sus parloteos. Dice mi mamá que cuando ve que no te encuentra, le pregunta una, con angustia: “Y Marcelo? Dónde está? Dónde está Marcelo? ” Y se va hasta el fondo de la cocina, se asoma por la ventana y pregunta, otra vez, en un susurro triste “Y Marcelo?”
6 Comments:
Auuu!
Qué personaje tan hermoso!
10:35 p. m.
Personajes como La Mari son de los que tienen el potencial de hacerte sonreír en los momentos en que más lo necesitas...
1:10 p. m.
Hermoso... demasiado, demasiado.
8:10 a. m.
Me ha dejado triste. Llueve sobre mojado.
10:59 a. m.
me hiciste llorar.
8:46 a. m.
Hay quienes tuvieron la suerte de tener una Mari ¡Qué lindo que escribís Sole!
9:10 p. m.
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