Isla Teja y despedida
Al otro lado del río, está la Universidad Austral, en Isla Teja. Si yo pudiera escoger y pudiera tener todo lo que quiero conmigo, me quedarìa a vivir en este lugar. Nunca me cansaría de cruzar el puente sobre el río, ni del río, ni del cielo, ni del frío. Ni siquiera de las gaviotas. Mucho menos de los patitos. Iría a mis clases de alemán en la Carlos Andwanter y aprendería a hablar mapundungun y me iría a trabajar por los mapuches, por los cisnes, por los pobres, por los desaparecidos.
En el Mercado Fluvial, hay un león marino gigante, al lado de un puesto de pescado. El puestero le da las sobras de los cortes, lo acaricia y le habla. Parece que el animalón se llama Emilio. Cuando no le dan, gruñe y hace alboroto, igual que cuando alguna gaviota atrevida le gana el pedazo de pescado. Cuando el puestero se va un momento a hacer cualquier diligencia, se echa en el concreto. Me recuerda demasiado a Fuser. Lo hecho mucho de menos.
Visitamos dos museos que quedan en casas antiguas. Me interesan más los muebles y las cosas de las vidas cotidianas que las historias de colonizadores asesinos o de bichitos y pescaditos particulares de la zona.
En el mercado, rebusco para encontrar el cintillo de los lonkos, esos jefes mapuches. Un tipo rubio, de ojos claros, me dice que lo usan los toquis. Por estos problemas de dicción le pido que me repita y me dice "Toquis, los jefes mapuches, bueno, eso creen ellos, pero no mandan nada". Siento que me sube una furia helada y quisiera decirle que no sea irrespetuoso, que quién se cree, que porqué se burla de hombres como Lautaro y Caupolicán. Me limito a hacerle cara de asco, y en mi tico más fino le digo bajito "A usted carepicha, no le compro ni mierda" y muy digna, jalo.
Comemos en proporciones gigantes en un café super hippie y adorable. Se llama la última frontera. En una callecita, encuentro un pedazo de cielo: una librería, tego que escoger, pero salgo con 6 libros de la mano, dos de ellos de cultura mapuche y el otro la colección de discursos de Miguel Enriquez.
Caminando le pregunto al Antídoto si llegaremos a volver a esta ciudad. Me promete que sí, que será cierto.
A las 9 tomaremos el bus. Cuando amanezca, estaremos de vuelta en Santiago.
En el Mercado Fluvial, hay un león marino gigante, al lado de un puesto de pescado. El puestero le da las sobras de los cortes, lo acaricia y le habla. Parece que el animalón se llama Emilio. Cuando no le dan, gruñe y hace alboroto, igual que cuando alguna gaviota atrevida le gana el pedazo de pescado. Cuando el puestero se va un momento a hacer cualquier diligencia, se echa en el concreto. Me recuerda demasiado a Fuser. Lo hecho mucho de menos.
Visitamos dos museos que quedan en casas antiguas. Me interesan más los muebles y las cosas de las vidas cotidianas que las historias de colonizadores asesinos o de bichitos y pescaditos particulares de la zona.
En el mercado, rebusco para encontrar el cintillo de los lonkos, esos jefes mapuches. Un tipo rubio, de ojos claros, me dice que lo usan los toquis. Por estos problemas de dicción le pido que me repita y me dice "Toquis, los jefes mapuches, bueno, eso creen ellos, pero no mandan nada". Siento que me sube una furia helada y quisiera decirle que no sea irrespetuoso, que quién se cree, que porqué se burla de hombres como Lautaro y Caupolicán. Me limito a hacerle cara de asco, y en mi tico más fino le digo bajito "A usted carepicha, no le compro ni mierda" y muy digna, jalo.
Comemos en proporciones gigantes en un café super hippie y adorable. Se llama la última frontera. En una callecita, encuentro un pedazo de cielo: una librería, tego que escoger, pero salgo con 6 libros de la mano, dos de ellos de cultura mapuche y el otro la colección de discursos de Miguel Enriquez.
Caminando le pregunto al Antídoto si llegaremos a volver a esta ciudad. Me promete que sí, que será cierto.
A las 9 tomaremos el bus. Cuando amanezca, estaremos de vuelta en Santiago.
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