El Mercado Persa
Una experiencia muy chilena, es ir de compras al persa. Es una especie de mercado de las pulgas, que se instala sin permisos ni patentes en cualquier calle o cuadra y desde sus tolditos y pasillos venden de todo: desde vestidos de novia hasta bombillos.
Hoy hicimos el trayecto laargo hasta el Persa de El Bosque. De camino, el otro Santiago, el olvidado por el progreso, bordea la Gran Avenida. Fuimos porque la Abuela tiene un puesto en el persa. La abuela de 89 años, que desde hace 30, se dedica a revender cosas.
La buscamos entre los toldos bajitos y el calor sofocante. La encontramos en chanclas, los ruedos arremangados, rodeada de su mercadería y orgullosísima de nuestra visita. Interrumpía sus comentarios para convocar a los clientes que se detenían un momento a vinear lo disponible "Alguna consulta, con gusto, pase no más" "De tal cosa ya no me queda, pero luego traigo".
Nos presentó a sus puesteras vecinas, todas amigas. La de al lado, le compra agüita helada todo el día para aplacar el calor. La del otro lado, confecciona su propia ropa y la que vende, con lindos detalles porque es muy prolija y nos dice que la Bertita le levanta el ánimo en sus días más duros, que es un ejemplo. Más allá, dos profesoras jubiladas tienen su puesto. La de enfrente nos pide que metamos a la Berta en una maleta y nos la llevemos a Costa Rica, que aquí está demasiado sola.
Todas se saben la vida y milagros del Antídoto y familia y son muy amorosas con nosotros. Mientras conversamos con las profesoras, les vienen a entregar una bota roja navidad, es el regalo del sindicato. Ella abraza a la mensajera y a nosotros nos dice "Este es mi sindicato, este es mi color, hasta la muerte, amén".
Nos cuenta de los cesantes, abogados, ingenieros, maestros, que no les queda más que vender las cositas de su casa en un puesto del persa, para tener qué comer. De los daños que les han causado las multitiendas y esos supermercados gigantescos, donde venden camisas escolares que en el persa cuestan 2500 (pero son buenas) en 990, desechables, que se rompen en la lavadora cada dos meses. Pero la gente prefiere creerle a la publicidad, no a la experiencia.
A la vez, el Persa se empeña en sobrevivir porque la cosa está tan mala para la gente de verdad, que prefieren ni siquiera salir de sus barrios ni enfrentarse a esas tiendas de cadena. Ellos son fieles a sus raíces y siguen volviendo al Persa.
Cuando baje el calor, los callejones se llenarán de clientes preguntando precios, con la ventaja que en las compras de último minuto no piden rebajas. La abuela Berta se queda allá hasta pasada la media noche. Ella y sus 89 años, feliz de estar trabajando. Dice que sin su trabajo se muere. Que en el encierro en un apartamento o en una casa la mataría.
La profesora me deja pensando. "Este es mi color". Me lo dice con un orgullo y una enorme alegría, una especie de "no me vencieron", a pesar de tanto. Quisera saber qué fue de ella en la dictadura, de sus hijos, de sus amigos, de sus vecinos. Si la echaron del trabajo y por eso se dedica al Persa. Ella y los demás que son como ella son las historias anónimas del dolor chileno, a los que les fue mal con el gobierno militar y con la democracia, que tienen una pensión de mierda, que a su edad deben seguir trabajando y que sin embargo, encuentran la fuerza para ser amables, amorosas, cariñosas, hablantinas, auténticas para velar por la abuela y para preguntarnos a nosotros cosas de como si nos conociera toda la vida. Hasta sentí un poco de vergüenza de mí, al recordar las comodidades exageradas de mi oficina. Más tarde la abuela confirma que la vecina era profesora rural, que quedó cesante en el 73. Tiene una casa grande cerca del paradero 25 y recoge a todos los perritos de la calle. Ya va por cuarenta.
Un graffiti de la Gran Avenida, le pregunta a la estatuta de Condorito junto al Pipi Washington "Dónde esconde la gente la ternura?"
Sí, Condorito es chileno. Buenas Peras y Pelotillehue existen. Pero las mujeres chilenas no se parecen en nada a la Yayita.
Hoy hicimos el trayecto laargo hasta el Persa de El Bosque. De camino, el otro Santiago, el olvidado por el progreso, bordea la Gran Avenida. Fuimos porque la Abuela tiene un puesto en el persa. La abuela de 89 años, que desde hace 30, se dedica a revender cosas.
La buscamos entre los toldos bajitos y el calor sofocante. La encontramos en chanclas, los ruedos arremangados, rodeada de su mercadería y orgullosísima de nuestra visita. Interrumpía sus comentarios para convocar a los clientes que se detenían un momento a vinear lo disponible "Alguna consulta, con gusto, pase no más" "De tal cosa ya no me queda, pero luego traigo".
Nos presentó a sus puesteras vecinas, todas amigas. La de al lado, le compra agüita helada todo el día para aplacar el calor. La del otro lado, confecciona su propia ropa y la que vende, con lindos detalles porque es muy prolija y nos dice que la Bertita le levanta el ánimo en sus días más duros, que es un ejemplo. Más allá, dos profesoras jubiladas tienen su puesto. La de enfrente nos pide que metamos a la Berta en una maleta y nos la llevemos a Costa Rica, que aquí está demasiado sola.
Todas se saben la vida y milagros del Antídoto y familia y son muy amorosas con nosotros. Mientras conversamos con las profesoras, les vienen a entregar una bota roja navidad, es el regalo del sindicato. Ella abraza a la mensajera y a nosotros nos dice "Este es mi sindicato, este es mi color, hasta la muerte, amén".
Nos cuenta de los cesantes, abogados, ingenieros, maestros, que no les queda más que vender las cositas de su casa en un puesto del persa, para tener qué comer. De los daños que les han causado las multitiendas y esos supermercados gigantescos, donde venden camisas escolares que en el persa cuestan 2500 (pero son buenas) en 990, desechables, que se rompen en la lavadora cada dos meses. Pero la gente prefiere creerle a la publicidad, no a la experiencia.
A la vez, el Persa se empeña en sobrevivir porque la cosa está tan mala para la gente de verdad, que prefieren ni siquiera salir de sus barrios ni enfrentarse a esas tiendas de cadena. Ellos son fieles a sus raíces y siguen volviendo al Persa.
Cuando baje el calor, los callejones se llenarán de clientes preguntando precios, con la ventaja que en las compras de último minuto no piden rebajas. La abuela Berta se queda allá hasta pasada la media noche. Ella y sus 89 años, feliz de estar trabajando. Dice que sin su trabajo se muere. Que en el encierro en un apartamento o en una casa la mataría.
La profesora me deja pensando. "Este es mi color". Me lo dice con un orgullo y una enorme alegría, una especie de "no me vencieron", a pesar de tanto. Quisera saber qué fue de ella en la dictadura, de sus hijos, de sus amigos, de sus vecinos. Si la echaron del trabajo y por eso se dedica al Persa. Ella y los demás que son como ella son las historias anónimas del dolor chileno, a los que les fue mal con el gobierno militar y con la democracia, que tienen una pensión de mierda, que a su edad deben seguir trabajando y que sin embargo, encuentran la fuerza para ser amables, amorosas, cariñosas, hablantinas, auténticas para velar por la abuela y para preguntarnos a nosotros cosas de como si nos conociera toda la vida. Hasta sentí un poco de vergüenza de mí, al recordar las comodidades exageradas de mi oficina. Más tarde la abuela confirma que la vecina era profesora rural, que quedó cesante en el 73. Tiene una casa grande cerca del paradero 25 y recoge a todos los perritos de la calle. Ya va por cuarenta.
Un graffiti de la Gran Avenida, le pregunta a la estatuta de Condorito junto al Pipi Washington "Dónde esconde la gente la ternura?"
Sí, Condorito es chileno. Buenas Peras y Pelotillehue existen. Pero las mujeres chilenas no se parecen en nada a la Yayita.
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