El Tren
Mi hermano, de chiquito, además de ser una legítima peste y haber aportado varias nuevas acepciones al verbo joder, era asmático.
La falta de aire lo encadenaba, desde los tiempos de la cuna, apoyado en sus barrotes, a mirar por la ventana a los demás chiquillos que arrastraban rodillas y carritos por el suelo. Cuando el asalto a su oxígeno era particularmente salvaje e inhumano, ni siquiera podía tener esa diversión sádica y cruel de ver a otros hacer lo que a él le estaba vedado.
Y a la vez, eso no le afectaba el carácter. Aunque tuviera las ojeras moradas que delataban las noches en vela robándole un poquito de aire al tiempo o de insomnio en un pasillo del Hospital de Niños y el silbido de un gatito doliente, gris y chiquito en el pecho, aun en los días en los que se veía demacrado y pálido y aceptaba resignado el pánico que le provocaban tantas y tantas inyecciones, se las ingeniaba para sonreír y no renegar de su estado enfermito
En los días que estaba un poquito mejor, faltando diez minutos para la hora, cuando de lejos se escuchaba el pito y presentía el temblor del aire y el estremecimiento quieto que es parecido a un temblor, pero diferente, se me acercaba con sus pasitos de patito, y me tomaba de la mano y viendo hacia arriba encontraba mi mirada sorprendida. Alzaba las cejitas rubias y me decía en su voz de bebito de casi dos años: Chen!
Entonces caminábamos hasta la esquina para verlo en vivo. El en sus mantillas- en aquellos años de tela blanca y su camisetita de rayitas celeste claro. Tan rápido como se lo permitían sus botitas de amarrar y sus piernas corvetas y gorditas. Nos parábamos muy cerca de la línea y él atisbaba inquieto el momento en que el ruido se hiciera máquina.
Cuando finalmente aparecía el tren, su alegría era inmensa. Mientras se sostenía fuerte con su manita izquierda de mi enagua de escuela para protegeser de la correinte de viento, con la derecha saludaba emocionado a los pasajeros asomados en las ventanas y se cubría a ratitos la boca para disimular algún ataque de tos pasajero.
El tren se alejaba siempre demasiado rápido. Y él y yo nos devolvíamos en ritmo de trencito, con él de locomotora, yo de kabus o de vagón de pasajeros, los cien metros hasta la casa, cantando chucu-chucu-chu-chú y pitando en los momentos correctos.
Un día nos fuimos a vivir al otro lado de la ciudad, en urbanizaciones donde la ausencia de trenes escandalosos y vibrantes se consideraba un signo de status y de movilidad social. Al principio, intrigado, se me acercaba, me tomaba de la mano y me decía entre interrogante y esperanzado: Chen? Y yo le tenía que decir que no, que ya no teníamos. Después no preguntó más. Yo, además de olvidarme del asunto y dedicarme a ignorarlo, siempre pensé que su ferrocarrilera obsesión había sido transitoria, típica de cualquier niñito de dos años.
Hasta hace una semana. Veinticinco años después de haber visto su último tren en vivo, mi hermano, el ex asmático, hoy un hombre adulto, grande, graduado y casado, se salió de clases de la maestría para ver el viaje inaugural de su amigo resucitado. Yo supe porque cuando venía manejando, para mi casa desde el trabajo, me mandó un mensaje de texto a mí, a la que ahora ya casi nunca le habla, que decía “Acabo de ver pasar el tren por San Pedro. Iba lleno”.
En medio de la presa, me acordé de todo esto con esa sensación que le pone a uno suavecito la parte del corazón donde se guardan los recuerdos y que los insensibles llaman cursilerías. Si no hubiera sido por la limitación tecnológica que me impide el chateo telefónico, y por la ausencia de del efecto del tono de voz que le pone la emoción de la que a veces carecen los mensajes escritos, le hubiera respondido: chucu-chucu-chu-chú.
La falta de aire lo encadenaba, desde los tiempos de la cuna, apoyado en sus barrotes, a mirar por la ventana a los demás chiquillos que arrastraban rodillas y carritos por el suelo. Cuando el asalto a su oxígeno era particularmente salvaje e inhumano, ni siquiera podía tener esa diversión sádica y cruel de ver a otros hacer lo que a él le estaba vedado.
Y a la vez, eso no le afectaba el carácter. Aunque tuviera las ojeras moradas que delataban las noches en vela robándole un poquito de aire al tiempo o de insomnio en un pasillo del Hospital de Niños y el silbido de un gatito doliente, gris y chiquito en el pecho, aun en los días en los que se veía demacrado y pálido y aceptaba resignado el pánico que le provocaban tantas y tantas inyecciones, se las ingeniaba para sonreír y no renegar de su estado enfermito
En los días que estaba un poquito mejor, faltando diez minutos para la hora, cuando de lejos se escuchaba el pito y presentía el temblor del aire y el estremecimiento quieto que es parecido a un temblor, pero diferente, se me acercaba con sus pasitos de patito, y me tomaba de la mano y viendo hacia arriba encontraba mi mirada sorprendida. Alzaba las cejitas rubias y me decía en su voz de bebito de casi dos años: Chen!
Entonces caminábamos hasta la esquina para verlo en vivo. El en sus mantillas- en aquellos años de tela blanca y su camisetita de rayitas celeste claro. Tan rápido como se lo permitían sus botitas de amarrar y sus piernas corvetas y gorditas. Nos parábamos muy cerca de la línea y él atisbaba inquieto el momento en que el ruido se hiciera máquina.
Cuando finalmente aparecía el tren, su alegría era inmensa. Mientras se sostenía fuerte con su manita izquierda de mi enagua de escuela para protegeser de la correinte de viento, con la derecha saludaba emocionado a los pasajeros asomados en las ventanas y se cubría a ratitos la boca para disimular algún ataque de tos pasajero.
El tren se alejaba siempre demasiado rápido. Y él y yo nos devolvíamos en ritmo de trencito, con él de locomotora, yo de kabus o de vagón de pasajeros, los cien metros hasta la casa, cantando chucu-chucu-chu-chú y pitando en los momentos correctos.
Un día nos fuimos a vivir al otro lado de la ciudad, en urbanizaciones donde la ausencia de trenes escandalosos y vibrantes se consideraba un signo de status y de movilidad social. Al principio, intrigado, se me acercaba, me tomaba de la mano y me decía entre interrogante y esperanzado: Chen? Y yo le tenía que decir que no, que ya no teníamos. Después no preguntó más. Yo, además de olvidarme del asunto y dedicarme a ignorarlo, siempre pensé que su ferrocarrilera obsesión había sido transitoria, típica de cualquier niñito de dos años.
Hasta hace una semana. Veinticinco años después de haber visto su último tren en vivo, mi hermano, el ex asmático, hoy un hombre adulto, grande, graduado y casado, se salió de clases de la maestría para ver el viaje inaugural de su amigo resucitado. Yo supe porque cuando venía manejando, para mi casa desde el trabajo, me mandó un mensaje de texto a mí, a la que ahora ya casi nunca le habla, que decía “Acabo de ver pasar el tren por San Pedro. Iba lleno”.
En medio de la presa, me acordé de todo esto con esa sensación que le pone a uno suavecito la parte del corazón donde se guardan los recuerdos y que los insensibles llaman cursilerías. Si no hubiera sido por la limitación tecnológica que me impide el chateo telefónico, y por la ausencia de del efecto del tono de voz que le pone la emoción de la que a veces carecen los mensajes escritos, le hubiera respondido: chucu-chucu-chu-chú.
13 Comments:
Evocan tiempos lejanos, tanto tu post como la resureccion del "chen".
Y ahora me dejaste una nostalgia clavada en el pecho...
11:32 p. m.
Generalmente los asmáticos son poéticos tirando mucho a la tragedia, porque no están aquí de lleno, siempre están a unos minutos del otro lado, siempre están con un pie en cada plano.
Sólo un asmático conoce el valor de una bocanada de aire.
1:28 a. m.
Conmovedor Sole, la nostalgia si que la sabes trasmitir....que me llegó me llegó...!
8:27 a. m.
conmovedor poste. Si que me llegó... Ya sé en lo que pensaré cada vez que oiga el tren pasar pitando por mi depa.
8:59 a. m.
El presente comentario va en dos sentidos:
1-En mi caracter de "trenófilo" (no se como se nos llama, pero no tengo empacho en inventar sobre la marcha!), me sentí muy identificado con el tema. Te cuento que aun conservo, entre mis posesiones mas preciadas, un Märklin que mi tata me regaló cuando cumplí un año (!) de edad.
2-Hago este comment después del de Bandido, con la intención de disipar el persistente rumor que corre por allí, en el sentido de que Bandido y yo somos una y la misma persona.
X)
2:38 p. m.
Maravilloso... me he vuelto adicta a tus posts... gran narración.
Mmm... me puso a pensar en mi hermano asmático, aunque como él es el mayor... pues no lo vivo igual que vos... pero en todo caso.. sólo quería decir que los hermanos son una bendición :)
Saludos
2:44 p. m.
Desmiento en esta entrada la doble identidad de Oscar...no se de donde salio esa BOLA!!!
5:58 p. m.
Flo: A veces es reconfortante sentir nostalgia. Ve uno las cosas como a través de un papel azulito, como decía Calufa.
Quintu: absolutamente cierto. Es increíble, pero aun me detengo a leer artículos médicos sobre avances en el tratamiento del asma. Palabras como ventolín y "la bomba" son de uso común en casas donde haya habido un asmático.
Bandido: Grazias. La confusión salió de una imaginación calenturienta y fantasiosa a nombre de la cual, a vos y a oscar, les pido profundas disculpas con reverencia de esas que se toca uno la frente la boca y el pecho. Y formal reclamo por no contestar mi mail...
Iván y Oscar: Será que eso de los trenes es a guy thing?
Medea: Cuando anunciaron lo del tren, vi en La Nación gente quejarse de lo que les iba a afectar el barrio que pasara de nuevo el tren... imaginate...
Analu: Gracias, sos demasiado generosa conmigo. Mi hermano empezó a ser una bendición cuando yo me fui de la casa, y se terminó de graduar en cosa buena, cuando él se casó y se fue de la de mis papás. Jejejejejeje.
6:07 p. m.
Hermoso Sole,
lleno de una nostalgia que me agarra a cada rato:)// con respecto al comentario de Oscar, just iba yo a decir que "it must be a guy thing" y en ese sentido, podríamos aplicar alguna teoría de Freud (cuyas teorías en general me parecen bastante incompletas pero bué, con respecto a los hombres creo que al menos tenía algo de acceso)/
8:25 a. m.
Analu. En efecto los hermanos son una bendicion.... vos lo sos.
Sole. Cómo me ha gustado este post. Me recordó mis noches de jeringas, que a diferencia de tu hermano, nunca me molestaron. La mascarilla de oxígeno, el jalay y jalar con fuerzas.. y no recibir aire.
Agradezco que esto sea cosa del pasado.
Arriba el tren.... chú chú....
10:33 a. m.
Genial, Sole, como ya nos tenés acostumbrados. Bonito el recuerdo, más bonita aún la narración.
Parece que a mi me tocó al revés que a tu hermano; de carajillo pude disfrutar del tren (y de la tierra del piso y de todo lo demás que le es vedado a un güila asmático), pero ahora de adulto me he vuelto asmático y me quedo viendo muchas cosas desde la barrera :( Vale que ahora tenemos internet y los blogs para entretenernos sin ventolín, salbutamol ni jeringas...
4:15 p. m.
Ilana: Freud diría una frase que necesariamente incluya los conceptos de falo, temor a la castración, represión e infancia. Como lo diría para la obsesión de las niñas con el color rosado.
Apócrifo: Las nebulizaciones... parecían marcianitos todos sentados en bancas en el hospital con la famosa mascarilla.
Dean: Pero a veces en los blogs te querés ahogar o de la cólera o de la risa! ;)
6:43 p. m.
Iba por los rieles de la trama de tu historia sin suponer que me arrollaría el trencito de la nostalgia. (Bien dicen que “la lectura es el viaje de los que no pueden tomar el tren”).
7:31 a. m.
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