Día del padre
De los tres a los cinco, yo fui una de esas extrañas criaturas que no abundaban en los colegios privados a finales de los setenta: de las que no tenían papá.
Había algunos con papás divorciados y lo sufrían con una enorme vergüenza, porque en ese tiempo, había un estigma a eso de que los papás de uno se agarraran del pelo, no se hablaran y uno de los dos se fuera de la casa. Recuerdo a varios de mis compañeros llorando, en el recreo, abrazados por los demás, contándonos de aquellos pleitos y amenazas, las visitas de los abogados y los papás, cada uno por su lado, hablándole mal del otro.
Había otros con papás en el extranjero, y se los restregaban a uno con tenis importadas, viajes en todas las vacaciones, fotos con fondos de otros países y con la evidencia de la ausencia en aquellas cartas que casi nunca llegaban. Conforme avanzábamos en la escuela, era frecuente que se hiciera más honda la distancia, sobre todo con noticias de se casó mi papá, ahora tengo otro hermanito o ya, en la adolescencia donde el no le hablo a mi papá era frecuente.
Deben haber habido los que no conocían papá y le decían así a un tío o a un abuelo. Hijos de madres solteras han existido siempre. Mi propio papá, por ejemplo. Pero en aquel colegio de curas, si los había, era un enorme secreto. La familia perfecta tenía papá, mamá, hermanos, casa propia, un carro y un perro. Los abuelos y los primos eran extras deseables pero no indispensables. Todo lo que no calzara con el modelo era motivo de cejas levantadas, sonrisas de lástima y a veces, de cierto alejamiento.
No importaba si era alcohólico, si le pegaba a tu mamá, si era mujeriego, si te dejaba una faja pintada en las piernas o en la espalda. Lo importante es que disimulaba ser perfecto. No importaba que fuera distante, castrante, agresivo, frío o le tuvieras miedo. Lo importante era que pagara puntualmente el colegio.
Eso de los papás modernos, involucrados, pendientes, cariñosos, protectores, era cosa rara vez vista. Tanto, que casi creería que son un invento moderno. Es más, son mis compañeros, que hoy tratan de ser para sus hijos lo que ellos nunca tuvieron.
Entonces, cuando venía el día del padre, las teachers se reunían alrededor de nosotros- los de situaciones especiales- a ver qué hacía uno el día del padre. Los de papás divorciados recibían instrucciones de guardar el regalito y dárselo a papi y no hacerle caso a la mamá cuando decía que a ese tal por cual no había que darle nada.
Los que tenían papá nuevo- con esa denominación terrible que auguraba maltratos: “padrastro”- recibían un análisis detallado de su dinámica, para hacer o dos copias del mismo regalito o consultar a la madre para ver si era necesario reforzarle el alejamiento del padre biológico, usualmente por el deseo de venganza de la mamita, o insistir en darle el regalo al verdadero, para manipularlo hacia el regreso.
Yo era un caso particular. Papás muertos, en mi generación, solo el mío. Entonces se discutía que hacer mientras yo ponía los ojos negros enormes como un gatito. Al final, me decían, según ellas con todo el tacto del mundo, que tal vez se lo podía dar a mi abuelito. Yo decía que sí con la cabeza para acabar con el drama, porque sabía lo que me esperaba.
Mimí insistía en que si bien mi abuelo Lalo era el único de esa familia (la de Ella) que me había querido, no era mi papá y que lo correcto era llevar mi regalo al cementerio. Ella me decía que hiciera lo que yo quisiera, pero que su pareja, pronto a convertirse en mi padrastro, apreciaría de corazón que le diera yo aquella corbatita malpintada de madera. Mis compañeros me pedían que les contara la causa de muerte del que ocasionaba todo aquello. El hermano de mi papá- mi oscuro Tío Adolfo- se divertía con mi dilema asegurándome que le me veía como una hija. Al final, el famoso regalo terminaba en el basurero. De por sí siempre me quedaban horribles, llenos de huellas negras de goma y muy lejanos del que la teacher usaba de modelo.
Hoy, cuando mi padrastro estaba abriendo sus regalos, me pregunto, como todos los años, qué se sentirá tener papá. Pero luego me encuentro con los ojos profundamente tristes de una de mis hermanas y me estremezco por dentro y pienso que eso del muerto tuvo sus ventajas. El mío la tuvo fácil. No le dio tiempo de equivocarse. El mío vive en un recuerdo donde no lo alcanzan los defectos.
Había algunos con papás divorciados y lo sufrían con una enorme vergüenza, porque en ese tiempo, había un estigma a eso de que los papás de uno se agarraran del pelo, no se hablaran y uno de los dos se fuera de la casa. Recuerdo a varios de mis compañeros llorando, en el recreo, abrazados por los demás, contándonos de aquellos pleitos y amenazas, las visitas de los abogados y los papás, cada uno por su lado, hablándole mal del otro.
Había otros con papás en el extranjero, y se los restregaban a uno con tenis importadas, viajes en todas las vacaciones, fotos con fondos de otros países y con la evidencia de la ausencia en aquellas cartas que casi nunca llegaban. Conforme avanzábamos en la escuela, era frecuente que se hiciera más honda la distancia, sobre todo con noticias de se casó mi papá, ahora tengo otro hermanito o ya, en la adolescencia donde el no le hablo a mi papá era frecuente.
Deben haber habido los que no conocían papá y le decían así a un tío o a un abuelo. Hijos de madres solteras han existido siempre. Mi propio papá, por ejemplo. Pero en aquel colegio de curas, si los había, era un enorme secreto. La familia perfecta tenía papá, mamá, hermanos, casa propia, un carro y un perro. Los abuelos y los primos eran extras deseables pero no indispensables. Todo lo que no calzara con el modelo era motivo de cejas levantadas, sonrisas de lástima y a veces, de cierto alejamiento.
No importaba si era alcohólico, si le pegaba a tu mamá, si era mujeriego, si te dejaba una faja pintada en las piernas o en la espalda. Lo importante es que disimulaba ser perfecto. No importaba que fuera distante, castrante, agresivo, frío o le tuvieras miedo. Lo importante era que pagara puntualmente el colegio.
Eso de los papás modernos, involucrados, pendientes, cariñosos, protectores, era cosa rara vez vista. Tanto, que casi creería que son un invento moderno. Es más, son mis compañeros, que hoy tratan de ser para sus hijos lo que ellos nunca tuvieron.
Entonces, cuando venía el día del padre, las teachers se reunían alrededor de nosotros- los de situaciones especiales- a ver qué hacía uno el día del padre. Los de papás divorciados recibían instrucciones de guardar el regalito y dárselo a papi y no hacerle caso a la mamá cuando decía que a ese tal por cual no había que darle nada.
Los que tenían papá nuevo- con esa denominación terrible que auguraba maltratos: “padrastro”- recibían un análisis detallado de su dinámica, para hacer o dos copias del mismo regalito o consultar a la madre para ver si era necesario reforzarle el alejamiento del padre biológico, usualmente por el deseo de venganza de la mamita, o insistir en darle el regalo al verdadero, para manipularlo hacia el regreso.
Yo era un caso particular. Papás muertos, en mi generación, solo el mío. Entonces se discutía que hacer mientras yo ponía los ojos negros enormes como un gatito. Al final, me decían, según ellas con todo el tacto del mundo, que tal vez se lo podía dar a mi abuelito. Yo decía que sí con la cabeza para acabar con el drama, porque sabía lo que me esperaba.
Mimí insistía en que si bien mi abuelo Lalo era el único de esa familia (la de Ella) que me había querido, no era mi papá y que lo correcto era llevar mi regalo al cementerio. Ella me decía que hiciera lo que yo quisiera, pero que su pareja, pronto a convertirse en mi padrastro, apreciaría de corazón que le diera yo aquella corbatita malpintada de madera. Mis compañeros me pedían que les contara la causa de muerte del que ocasionaba todo aquello. El hermano de mi papá- mi oscuro Tío Adolfo- se divertía con mi dilema asegurándome que le me veía como una hija. Al final, el famoso regalo terminaba en el basurero. De por sí siempre me quedaban horribles, llenos de huellas negras de goma y muy lejanos del que la teacher usaba de modelo.
Hoy, cuando mi padrastro estaba abriendo sus regalos, me pregunto, como todos los años, qué se sentirá tener papá. Pero luego me encuentro con los ojos profundamente tristes de una de mis hermanas y me estremezco por dentro y pienso que eso del muerto tuvo sus ventajas. El mío la tuvo fácil. No le dio tiempo de equivocarse. El mío vive en un recuerdo donde no lo alcanzan los defectos.
3 Comments:
Tener papá se puede sentir justamente como eso que vos describís... pero no solo en aquel colegio se sostenía el modelo a cualquier precio. Aunque algo se ha avanzado, a veces tener papá sigue siendo una serie de farsas mal cosidas pero unidas de ser posible, 'hasta que la muerte los separe'. O bien, hasta que llegue alguien con las pelotas (de hombre, o de mujer) bien puestas y diga las verdades de esos malos remiendos. Igual, aunque uno ya esté grande, y las cosas puestas en su lugar, se pregunta en algún momento, en especial para estas fechas, qué se sentiría tener un papá de esos, de los que son cariñosos, responsables con su familia, consecuentes y conscientes de que su roll en la construcción de las fortalezas de un hijo va más allá de su tradicional papel de proveedor.
9:14 p. m.
El post merece un comentario más serio, pero no estoy de humor, así que voy con mi primer impulso:
La familia perfecta de los setentas: Paco y Lola. Mamá amasa la masa. Papá lee el periódico.
10:26 p. m.
Yo era una de esas... aunque estuve en la escuela en los 80, solo una compañera y yo teníamos papá muerto.
El de ella se murió mucho más feo que el mío, creo, aunque ¿quien se muere bonito?
Y siempre, siempre me he preguntado lo mismo.
9:27 a. m.
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