Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

septiembre 10, 2007

Caso clásico de ansiedad freudiana

De repente estoy de vuelta en la U y llego a una clase solo para enterarme que supuestamente la matriculé desde principio de semestre, nunca vine y justo ese día, hay examen final. Para rematar, es de algo de física o matemática. Mis compañeros me ven con lástima, pero no me pueden ayudar. No me puedo escapar. No recuerdo que no estudié nada parecido. No recuerdo que ya me gradué. Cuando siento el vacío arrastrándome al fondo, cierro los ojos para solo dejarme caer.

Cuando los abro, estoy en la casa de Ella y tengo 8 años. Veo las cosas que pasan alrededor mío y la veo, extrañamente coqueta y contenta. Sonríe y no se queja de lo mucho que no soporta estar en la casa, hacer oficio. Cocinar. Hay un olor, un olor que recuerdo. Y de repente me invade la certeza que le da vuelta a mi padrastro, que yo lo sé, que de alguna forma me enteré y que me siento impotente, absolutamente impotente para hacer algo al respecto. Que me siento sucia por saber. Que hay cosas que no hubiera querido enterarme, nunca. Ni siquiera sé cómo decirlo. No tengo a quién. Pero sé que Ella va a salir, va a ir a verse con él y que yo no puedo hacer nada, excepto ver.

Tocan el timbre.

Yo abro, en piyama y el Patán, alto y oscuro se dibuja en el portal de la puerta. Han pasado 25 años y me dice que me apure, que vamos a llegar tarde a un juicio. Yo empiezo a sudar frío mientras intento recordar de qué es el juicio, a dónde, con quién, cómo voy a defender algo que olvidé. Entra y se sienta y me dice que se va a quedar a dormir en la casa, conmigo, en mi cama. Otra vez el vacío. Sé que Ella es capaz de pegarme si me ve con él y le ruego que se vaya que me espere afuera, que le prometo despertarme temprano, irnos a tiempo, ganar la pelea. Entonces acepta y sale conmigo y quiere sacar su carro del garaje oscuro del vecino y se aprovecha que es tarde en la noche y entonces no es el Patán si no el primer hijo de puta que creía en el miedo, en que mejor pedir perdón que pedir permiso, en su derecho consagrado por ser hombre-varón de forzarse, que cree que la parálisis de la víctima es gusto y no pánico. Y busco al Antídoto y no hay Antídoto, nunca existió, tal vez lo soñé. Yo estoy sola, afuera, de noche, con él. Y no puedo, no puedo defenderme.

El reloj dice que son las 5:08 am. La funda mojada de la almohada dice que lloré.

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septiembre 07, 2007

Juan Pato updated y lo nuestro



Mi sobrino está desesperada e irremediablemente enamorado de mí. Aunque los dos sabemos que lo nuestro es clandestino y como diría Ray Tico, “imposible”.

El me ve entrar y me sonríe con su sonrisa encantadora, desdentada y especial y me hace un saludo coqueto con la cabecita (que todavía no sostiene). Solo conmigo se ríe a carcajada limpia, como la versión live de Tickle me Elmo. Yo le tiro más besos de la cuenta y él trata de corresponderme con los labios en posición de chompita, aunque por el momento solo le salen babas y burbujitas.

Me acaricia el pelo a jalonazos. De la emoción, tira pataditas que están a punto de quebrarme las costillas. Yo soy su canción de Víctor Manuel, la que quiso poder amarrar, teniéndome siempre cerca, pudiéndome controlar.

Mi hermano no se explica el misterio de esta química innegable entre Juan Pato y yo y la conversión operada, que hace que alguien como yo decida de repente que es buena idea visitar a la familia, aunque sea al que todavía no habla, siempre con un juguete en la mano.

Es amor del más puro. Diría que es desinteresado, pero creo que en este idilio algo ha tenido que ver que yo soy la única que lo zongoloteo hasta el cansancio y la mayoría de las veces hasta el vómito, con canciones infantiles y conversaciones de enamorados entre él y yo. Cuando hago un descanso, completamente sudada, sin fuerzas y con todas mis lesiones de intentos deportivos previos activadas por el esfuerzo, a brinquitos me exige que siga la fiesta y el relincho.

Yo no tengo ni corazón ni dignidad para negarme a sus caprichos. Una vez más, he dejado de ser yo para ser lo que quiere de mí un hombre, de 60 centímetros.

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septiembre 06, 2007

Duelo a cuatro voces o de lo que decimos y lo que no

6 de setiembre. Ella me llama, a las 4 y 22. Sé que es Ella. La pantalla del celular la denuncia con dos letras “Ma” y el que fue mi número de toda la vida. Y me dice:

“Es cierto que le llevaste una piscinita a Juan Pato?” (Se acordó qué día es hoy?)

Y yo: “Sí, una grande, así y así, con bichitos de colores, y no es de inflar” (Siempre me acuerdo. Yo nunca me voy a poder olvidar. La duda es si alguien más se acuerda. Si usted, por ejemplo, se acuerda.)


Y Ella:

“Ay qué lindo! Pero entonces es algo que solo pueden usar en verano no? Jamás con estos aguaceros” (No sea así conmigo. A mí también me hace falta. No se le murió solo a usted.)

Y yo:

“Bueno, no sé, la pueden usar bajo techo y es bajita, no tiene riesgo de ahogarse, hasta cabe un adulto. Yo quería conseguirle unos flotadores, pero no encontré tan chiquitillos” (A nadie le hace más falta que a mí. A nadie.)

Y Ella:

“En la de menos aprende a nadar” (Yo nunca la llamo. Nunca. Ni le pido nada. Hoy la llamé porque hoy quería oírlo a él, en usted.)

Y yo:

“Sí, puede ser. Habrá que ver qué pasa. La dejo que estoy en una presa y no quiero chocar”. (Si yo supiera que aguanto, iría al cementerio. Pero no puedo. Es como si con cada año me doliera un poco más.)


Los duelos, al igual que las formas de acompañarse, a veces son extrañas.


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