Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

marzo 20, 2007

Paradero Cementerios

Cuando uno ha crecido con parientes cercanos muertos, ir al cementerio es parte de la rutina semanal. Hablarle a una tumba no tiene nada de particular, y cumplir con esos rituales de limpieza, poner flores, arregla y contemplar el lugar, tampoco. Uno se siente poseedor de cierto conocimiento y soltura del que carecen todos aquellos que se sienten incómodos al caminar por las calles del cementerio, temerosos de despertar a alguien o toparse, de repente con algún fantasma.

El cementerio de Santiago es gigante. Un pequeño barrio encerrado por muros altos, con calles y avenidas, con mapas. Y ese día hacía calor. No calor seco del verano del sur. Hacía calor húmedo y tropical. Era de esos días que, como dicen los chilenos, caían patos asados al piso. Yo me sentía como en mi charco.

La línea amarilla del metro nos deja en la puerta. Y en la puerta, el Antídoto me detiene antes de que yo embista por las calles directo a la tumba del Chicho. Su sugerencia impide mi reclamo “Compremos flores. Claveles rojos”.

Caminamos las calles calladas y vacías del cementerio. A punto de darnos por vencidos, unos jardineros, al ver mi camiseta negra con la foto de Allende, nos llevan casi de la mano al mausoleo. Su emoción, su deseo de ayudar, su agradecimiento, me hace pensar que el Chicho dejó la huella justo en las personas más pobres, más necesitadas, más sencillas de su país. Y me reconforta pensar que aun lo recuerdan, lo piensan con cariño, y hablan de él como el Compañero Presidente.

No podemos decirnos nada cuando estamos frente a su tumba. Solo nos tomamos de las manos fuerte fuerte. Siempre hay flores frescas. Siempre. Yo separo unos claveles para la tumba de Víctor. Y ponemos una banderita de Costa Rica con un pedestal de madera. No estoy muy clara de porqué. Tal vez para que el compañero Presidente sepa que hay gente que lo recuerda por aquí, que lo piensa y que lo sigue admirando y queriendo, que hay una segunda generación, los hijos de la gente que se salvó, como el Antídoto. Tal vez para recordar a los cinco mil chilenos que llegaron a Costa Rica, exiliados. Por don Joaquín Gutiérrez, por Marcelo Gaete, por tanta gente. Tal vez por eso.

Suena mi celular con roaming y me arrepiento de la tecnología. Tengo que atender quejas de secretarias, cuentos de asistentes y posiciones de acusetas.

Seguimos hasta una de las calles de atrás, al nicho donde está enterrado Víctor Jara. Para llegar hasta allá, hay que cruzar el infame patio 29, donde fueron a parar muchos detenidos desaparecidos, sin identificación alguna. Muchas veces en pedazos. El patio es un sitio de recordación, con sus cientos de cruces negras y corroídas, con la tierra vuelta, sin flores, sin nada. Una yerma. Un rótulo advierte que se transita por un lugar de violación de derechos humanos. De los culpables y de su impunidad, omite mencionar algo.

Al lado del patio 29, las tumbas más modestas, parecen un pueblo pequeño. Llenas de adornos, toldos enanos, luces y flores de plástico. En algunos hay muñecas, pequeñas capillitas, escudos de los equipos de futbol, cartas, candelas.

Al fondo, está Víctor. Alguien puso una banca frente a su tumba, y la tumba la pintaron de rojo. Hay una manta enorme con Víctor sonriendo, abrazado a su guitarra. Hay grafitis por todas partes. Un árbol enorme. Aquí también dejamos una banderita del país que visitaba para cantarle a los estudiantes universitarios y a los peones bananeros.

Ese día tuvimos que hacer muchas diligencias por todo Santiago. Yo insistí en caminar con mi polera irreverente. La gente por la calle no podía evitar quedarse viendo. Algunos me hacían mala cara. Otros, muy bajito, se me acercaban para decirme “Linda polera”. Otros fingían no verme, pero cuando ya iban unos pasos más allá, gritaban vivas a Allende, a todo grito. Yo iba preparada para sacar pecho y gritar a lo pachuco un provocativo "QUES?" al primero que me dijera algo y esconderme después detrás del Antídoto.

Intenté entrar al Club Unión de Santiago, a buscar una estatua muy antigua. El portero casi le da un síncope cuando vio mi camiseta y me seguía de lado a lado de la ancha puerta, sin quitarme los ojos del pecho, para impedirme entrar. No hubo caso. No pude pasar del foyer. Pero vi bastante como para decir que el Club de aquí no pasa de ser un tugurio.

Debí haber hecho un estudio sociológico de la experiencia. Por primera vez me sentí observada, vi odios, sorpresas, molestias, emociones. Por momentos quise irme a cambiar. Por momentos me arrepentí de andarme metiendo en lo que aunque me importa, no es mi asunto. Por momentos me dolía eso, las sensaciones. Por momentos no sabía si llorar o enojarme o resignarme a que todo había pasado hace demasiados años.

La respuesta me la dio uno de los miles de frases pintadas en las calles de Santiago:

“El 11 no se llora. Se lucha”


Todavía creo que Venceremos.

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marzo 16, 2007

Cédulas, dolores y Caquelas

Temprano en la mañana, nos aventuramos en una oficina pública. El título de abogado aquí no me sirve de nada. Me siento perdida, absolutamente, en un mundo de trámites con palabras que solo he visto en diccionarios. Como nunca he emigrado a ninguna parte, me espeluzno de lo que me espera si llego a cambiarme de hemisferio.

El Antídoto hizo la fila, mientras yo me escapaba a un café Internet a ver cómo iba la oficina. Regresé justo a tiempo para escuchar a la señora del Registro Civil preguntarle su nacionalidad. Sin dudarlo, el Antídoto respondió “chileno”. Luego tal vez pensó que el acento lo delataría y empujó el acta de nacimiento hacia adelante, aclarando la cosa costarricensemente “bueno, yo nací aquí en Santiago”

Después de dos recorridos en metro y antes del trasbordo de la micro, hacemos una parada en la feria del agricultor del barrio. Melocotones del tamaño de una bola de baseball, dulces y jugosos. Las ciruelas no son ácidas. Las uvas casi regaladas, de todos los colores. Elotes gigantes. Frambuesas, por todas partes. Para vencer el antojo, me obligo a pensar en jocotes, nances, magos y guayabas. Pero no lo logro. “Regáleme dos kilos de frambuesas por fis”. Nadie me entiende este acento tropicalísimo y el Antídoto traduce gentilmente y pide yapa (feria).

Caminamos hasta llegar a Villa Grimaldi. Tiene razón el Antídoto. Mi Santiago es más triste que el de él, más callado, más viejo. Yo lloro recorriendo el parque y pienso en la frase de Sepúlveda sobre el misterio de la resistencia al dolor, al describir a dos mujeres víctimas de ese lugar, que después de una sesión de tortura, “con todo el amor del mundo” se consolaban mutuamente.

El Antídoto no dice nada. Yo le muestro cada lugar, cada marca. Le hablo de las historias, de los libros, de los personajes, de los sueños. Le cuento del acto recordatorio un 11 de setiembre, de personas venidas de toda América. De las señoras de alta sociedad, con peinados de alto coiffeur sentadas aparte de la chusma porque aunque les duelen sus hijos desparecidos, más les arde la vergüenza pública que las hicieron pasar, esos malagradecidos, comunistas, sus hijos.

Finalmente, el Antídoto me dice que el parque no lo conmueve. Que lo enfurece. Que le da rabia pensar en todo lo que pasó en ese lugar. Me dice que si estoy loca cuando le pregunto si quiere entrar a una de las celdas, en la torre. Se detiene en los muros y lee, uno a uno, los nombres de los desparecidos. “Nunca más!” firma en el libro de visitantes.

Muy cerca, está la casa del tío y la abuela paterna, la Caquela, que, como ella misma dice, está sorda como una tapia. Por la verja se asoma con su cabeza de viejita, colochuda y coqueta. Cuando distingue al Antídoto, saluda con un “Mi perrito!”, porque en Chile, a los seres queridos no se les dice ni gordo, ni negro, ni mi amor ni mivida. Se les dice chancho, perro y mono. Y suena bonito.

Cuando me presentan con toda la formalidad del mundo y sonrío inocente para impresionar a la abuela para que crea que soy de fiar, ella se me guinda en el abrazo y me dice a los gritos, para que oiga todo el barrio: “Ya sabía de tu vida!”. Me muerdo la lengua para no preguntarle exactamente qué, cuándo y quién fue el chismoso.

La Caquela se ríe. Ella sabe que yo sé que ella se hace la que no se entera.

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marzo 14, 2007

La Mari

La Mari era una chiquilla, ponte tú, especial. Obvio que la gente no podía ver eso. Se fijaban en sus ojitos achinados, sus manitas regordetas y aquella lengua rosadita siempre asomando por una esquina de la boca. “Es mongolita” decían, con crueldad y asco mal disimulado. Y con eso se daban permiso de ignorarla y anularla de su vida.



La Mari era hija de la Panchi, prima de tu papá. Fue la única mujer entre un chorro de hermanos que la protegían y que le enseñaron, desde que era una cabra chica, a convivir con los demás. Por eso, aunque la Mari se sabía distinta, intentaba, de todas las formas posibles, disimular, de disminuir eso, lo que la hacía especial.

Ella, te digo, no sabía leer. No pudo aprender, por su situación, lógico. Pero cuando íbamos a comer, se sentaba muy seria a leer el menú y a estudiarlo con la mano en la barbilla, hasta encontrar el plato que siempre pedía. La Mari peleaba el derecho de leer el diario. Con su dedo gordito recorría las líneas fingiendo un interés académico, sorprendiéndose con un dibujo, levantando una ceja ante alguna noticia y riéndose en voz alta con los monitos.

Pero no te creas. No le tengas lástima. La Mari se sabía defender. Se subía y se baja de las micros, tomaba taxis y se daba cuenta perfectamente cuando la llevaban por un camino más largo y no escatimaba en reclamos el chofer.

Ella me hizo compañía cuando tu papá tuvo que exiliarse. El salió primero porque los milicos no lo dejaban en paz. No les bastó el Estadio. Eran los primeros meses de dictadura, cuando los milicos secuestraron al país y lo empezaron a torturar. No te tengo que decir cómo me sentí, sola, contigo a punto de nacer. No hace falta que te diga que sentí miedo, que jamás me imaginé – nadie imaginó, jamás- que el Chile que yo conocí iba a desaparecer, como tantos compañeros.

En esos días, el cielo estaba gris como si hubiera retenido todo el humo y el polvo de La Moneda bombardeada. Y a pesar de los milicos en las esquinas, y los retenes, y las patrullas y los toques de queda y aquella incertidumbre tan pesada, todos los días, temprano en la mañana, la Mari venía desde La Condes, abría la puerta del departamento y entraba sonriendo.

No dejaba de hablar desde que llegaba. Recogía una camisa, lavaba un plato, acomodaba un sillón, encendía una lámpara. Y se sentaba al lado mío y se me recostaba en la guata contigo adentro y te empezaba a cantar y a pasarte toda la copucha familiar y nacional, real o inventada, quién era quién, a dónde vivía, si eran simpáticos, enojones o curados. A inventarte cuentos de hadas, pingüinos y delfines. Al final, siempre te decía, en esa forma especial que tenía hasta para hablar “te quelo musho musho musho” y me llenaba de besos.

Cuando naciste, la Mari tuvo ojos solo para ti. Te cargaba a todas partes, te mudaba el pañal, te llevaba bajo el brazo mientras te contaba de nuevo todas sus historias. Tú la escuchabas contento. Con la Mari aprendiste a sonreír. A ella siempre le sonreías feliz. Le tirabas los bracitos. Le hacías tus ruiditos de guaguita recién nacida. La Mari te daba de comer, te sacaba a tomar el sol, te dormía con arrullos que solo ella entendía. Se te quedaba mirando, maravillada del milagro y a todos le decía, muy orgullosa, que Marcelo, Marcelito, era su guagua.

Al principio, talvez yo también fui algo cruel. Pensé que Mari, por ser… así, especial, como era, no podía con un bebé. Que te pincharía con el alfiler del pañal, que no te podría sostener en la bañera, que te dejaría caer, que en esos paseos largos por las calles te robaría algún milico, que no sabría que hacer cuando te pusieras a llorar.

Después de que llegamos aquí, mi mamá me contó en una carta de ese día, cuando la Mari llegó y no nos encontró. Dice que entró quejándose de que la madre no la había dejado venir a visitarnos el día anterior. Que de inmediato notó la diferencia, la ausencia.

Y que desde esa vez, ha vuelto, todos los días, como antes. Que se sienta en mi cama y acaricia la que fue tu cuna y abre las gavetas del armario, de los muebles, del velador y se encuentra que están vacías. Y recorre el departamento, paso a paso, sin cantar, sin sus parloteos. Dice mi mamá que cuando ve que no te encuentra, le pregunta una, con angustia: “Y Marcelo? Dónde está? Dónde está Marcelo? ” Y se va hasta el fondo de la cocina, se asoma por la ventana y pregunta, otra vez, en un susurro triste “Y Marcelo?”

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marzo 10, 2007

El primer día

El primer día, me sorprendieron cosas de lo más cotidianas:

Amanecemos en el mismo cuarto (“la pieza”) donde nació el Antídoto, donde pasó sus primeros meses, antes del exilio forzado. En la pared hay un recorte de periódico de hace muchos años, un reportaje de la educación en Costa Rica, en la foto, el orgullo de la abuela: su único nieto.

El agua sale caliente por obra y gracia a San Califon. Algo que funciona a gas y con llama y que la abuela nos explica con la paciencia de quien le habla a recién llegados del trópico, donde no se conocen tales adelantos. Igual no aprendo a regularlo, y todos los días comprendo cómo se pelan las gallinas con agua hirviendo.

No hay cable. Pero no lo noto, porque mientras nos alistamos, no sin algo de nervios, escuchamos el matinal de TVN, casi igual que en la casa. Yo pongo atención para que me sirva de sparring para enfrentarme con el acento chileno.

El pan está fresco y rico siempre, aunque tenga tres días, aunque sea recalentado, aunque se deje afuera. Nunca se estira como un hule ni decepciona. Nunca. Y se llama marrauqeta, ayuya, pan amasado. Jamás pensé que dejaría de echar de menos mis tortillas. Pero sospecho que no me acostumbraré a comerlo con dulce de leche o con aguacate.

La Abuela pulsea el regreso definitivo, con métodos subrepticios e indirectos. Con menos de dos horas de conocerme, me prepara una emboscada y cuando me tiene cercada en una esquina de la cocina estrecha, se seca las manos y me pregunta, al cuerpo, si yo me acostumbraría a vivir en Chile. Todos los días, todos sin falta, me haría la misma pregunta y a veces varias veces al día.

Salimos tomados de la mano y el día está tan claro que parece blanco. Aun hace un poco de frío. A menos de una cuadra, se alza la Moneda. Santiago es como si fuera mío. Aquí, yo no ocupo mapa. Aquí, yo me siento en casa.

Aunque me siento feliz por estar aquí, con el Antídoto, en ese momento; al ver la Moneda no puedo evitar que se me salgan las lágrimas y de nuevo la veo a blanco y negro, con el Chicho en el balcón, sonriente, saludando al pueblo.

Me volteo a la izquierda para contemplar la única estatua de Allende que he visto en Santiago.

“Volví, ¿viste?”- le digo desde muy adentro- y siempre de la mano del Antídoto sigo con la conversa neurótica con un pedazo de piedra. Se lo muestro, orgullosa: “Y a él, te lo traje de regreso”.

El Antídoto debe tener sus propios diálogos con el reencuentro. Cuando me fijo con cuidado, me doy cuenta de que él también está llorando.

Posted by Picasa

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marzo 06, 2007

Y regresé...

Pero ganas de devolverme no me faltan.

Apenas me ponga al día con el brete, comienzo mis reportes, porque por aquellas tierras apenas me daba tiempo de respirar y sonreír.

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